dijous, 23 d’abril del 2015

Historia sin final feliz (VIII)


Estoy en un orfanato, soy el mayor de un grupo de niños... Por unas horas nos han dejado solos y, como siempre, me quedo de responsable por si a los más pequeños les pasa algo. En la planta baja están las monjas haciendo la comida, probablemente lentejas o algún potaje… un olor desagradable llega hasta aquí. Está claro que nadie espera grandes manjares de un sitio como éste… Nadie espera juguetes con los que jugar aquí… tenemos una peonza y poco más. Pero eso no evitaba que el ruido inunde las cuatro paredes en las que nos encontramos. Gritos, discusiones y demás se quedan en nada tras un sonido. Dos disparos. Solo con dos disparos todos dejamos lo que tenemos entre manos y reina el silencio. Tomo la iniciativa y dejo a Manuel al mando del resto para así ir a ver qué ha pasado. Voy a las escalera y esto es lo que veo: los cuerpos de María y Lucía. María, la corpulenta dueña de la cocina, tiene marcas en el cuerpo. Se ha resistido… algo que no era de extrañar teniendo en cuenta el carácter de vieja loba que tenía. Iba a fijarme más en el estado de Lucía y entonces lo vi. Era el hombre que las había matado. Metro ochenta, pelo oscuro, un hombre cualquiera. Se dirigió a las escaleras, así que llevado por el miedo me levanté sin pensármelo dos veces y volví a la habitación. Todos estaban asustados y con motivo. Les dije que no permitiría que cruzara la puerta pero, si os soy sincero, no tenía con qué ni cómo evitarlo. Supongo que quería creerme las palabras, poder protegerlos y actuar como el hermano mayor que en teoría era. Así que los abracé y nos sentamos al lado de la puerta. Podía escuchar sus pasos acercándose, el crujir del viejo suelo de madera. Cuanto más cerca lo sentía más fuerte los apretaba contra mi pecho.
Finalmente llegó, era inevitable. Un disparo. Otro disparo. Y otro. Agua caliente. Sí, era eso lo que notaba, agua caliente cayendo por mi cabeza. Abrí los ojos, todo se tambaleaba. No era agua eso que caía. Era sangre, mi sangre. Levanté la mirada de mis manos pero todo estaba borroso. Forcé la vista, notaba presión en mi pecho algo muy cálido. Un llanto... el llorón de Lucas pegado a mi lado. Siempre terminaba llorando por todo, por lo que fuera, cuando jugábamos. Ahora, igual. El pobre… solo necesitaba una familia, alguien que cuidara de un niño tan pequeño como él. Nunca la tuvo, a sus tres años se había pasado la vida aquí con nosotros. Éramos esa familia que ninguno tuvo. No tardé en comprender que esta vez estaba llorando por mí. Quería hablar, decirle que no se preocupara pero iba perdiendo la conciencia. Allí seguía llorando a mi lado. Y, con mis últimas fuerzas, lo abracé tratando así protegerlo del mal que venía. No sé si lo conseguí...