dimecres, 11 de juny del 2014

Y sucedió así


But I'm only human
And I bleed when I fall down
I'm only human
And I crash and I break down

Pero solo soy humana
Y sangro cuando me caigo
Solo soy humana
Y colapso y me quiebro
Human – Christina Perry


Siempre me he planteado cómo hacían los escritores para empezar una historia. ¿Qué les hacía elegir unas palabras, unas expresiones, y no otras? ¿Cómo lograban encontrar ese perfecto equilibrio para lograr hacer una verdadera obra maestra? Para mí ese es uno de los grandes misterios del ser humano. Así que yo ahora me encuentro ante lo mismo que se encuentran cada día y a cada momento todas aquellas personas que quieren utilizar el papel para inmortalizar para siempre sus experiencias, sus pensamientos, sus deseos y miedos, que quieren imprimir en el papel un poco de su ser, se enfrentan ante el enemigo y a la vez compañero de la escritura: la hoja en blanco. Y es que no hay mayor desafío que el de poner en orden tus pensamientos, saber cómo lograr empezar una historia para que algún día, tan vez en un futuro no muy lejano, alguien encuentre aquello que hayas escrito y comprenda de alguna manera qué te llevó a escribirlo, qué te hizo empezar a relatar.
Nunca he sido de las que escribían mucho, siempre he pensado que eso de escribir, de plasmar lo que uno tiene dentro, no era muy práctico porque: ¿y si alguien en quien no confías o que no conoces de nada coge lo que has escrito? Siempre me ha dado muchísimo miedo que mis pensamientos, mis emociones y experiencias las juzguen otros, pero voy a intentarlo por Derek.
¿Qué quién es Derek? Es mi hermano. Nos llevamos cinco años, él 21 y yo 16, pero desde siempre nos hemos querido mucho, sobre todo ahora… que desde la NOTICIA la familia la formamos él y yo…

Desde siempre él y yo habíamos estado unidos, éramos como uña y carne y donde iba uno siempre le acompañaba el otro. El verano que él cumplió 18 años se tuvo que ir a trabajar a Santiago de Compostela, a 43 minutos en coche desde nuestra ciudad natal, Lalín, donde se sitúa el kilómetro cero de nuestra querida Galicia, y yo no pude resistirme a pedirle que me llevara con él ya que las dos semanas que estaría fuera se me harían eternas. Así que cogimos su Volkswagen Golf del 74 de color rojo y nos fuimos los dos a Santiago. ¡Qué bien que lo pasamos los dos juntos! Ese es uno de los mejores recuerdos que tengo.

Lo gracioso es que aquella escapada de dos semanas, esos catorce días donde mi hermano y yo, libres, sin preocupaciones ni otro deseo que disfrutar de la compañía del otro, vivimos esos días como si ninguno de los dos fuera a poder vivir el día siguiente, como si nuestra vida acabara si no disfrutábamos de cada risa, de cada paseo y de cada comida juntos. No sabía que esas dos semanas junto a Derek en Santiago se me iban a grabar a fuego en la memoria, sin querer ni poder ni querer borrarlas…

La personalidad de Derek, desde niños, siempre había eclipsado a la mía. No es que me importara, yo disfrutaba viéndole reír y jugar con sus amigos antes de que me mandara a otro lado, pero aunque siempre estaba encima de él, molestando e intentando que me hiciera caso, él nunca perdió la paciencia conmigo, como hacían los demás hermanos, siempre intentaba integrarme en todo lo que él hacía.

Cuando éramos niños vivíamos en un barrio pequeño, con casitas todas conectadas entre si. La nuestra era la más destartalada de todas ellas pero tenía todo lo que una familia de tres miembros podía necesitar. Era una casa de dos plantas, vieja y que tenía un patio bastante grande, lo suficiente como para poder jugar a los caballitos cuando nosotros éramos niños. Un baño de tres piezas, un comedor en el que siempre estaba mi madre tumbada viendo la televisión y dos habitaciones, una de ellas era la nuestra, donde dormíamos Derek y yo. También teníamos una cocina mediana que, cuando Derek por fin aprendió a cocinar, se convirtió en su refugio personal. Él siempre dice que cocinar le ayuda a olvidar las cosas malas de nuestra niñez. Antes no lo entendía, para mí, mamá siempre había sido nuestra mamá querida, pero cuando nuestro padre se fue para no volver, ella ya nunca volvió a ser la de antes. Eso ocurrió cuando mi hermano tenía 8 y yo 3 años.

Los vecinos sabían que yo era una niña molesta y torpe, siempre cayéndome y preguntando por todo lo que veía. Siempre he sido muy curiosa, como esas niñas que veíamos en la televisión antes de acostarnos, las que tenían el pelo negro recogido en dos coletas, una siempre más baja que la otra de tanto saltar y brincar y que tenían la divertida y a la vez fastidiosa manía de cuestionarlo todo. Yo era de esas niñas melladas pero que a pesar de faltarles un diente no dejaban de sonreír y gritar por todo lo que sentían que era una gran injustica, sobre todo chillaba cuando Derek me arrebataba el mando y cambiaba el canal de los dibujos que a mí más me gustaban y ponía el partido de fútbol del día. Eso me ponía histérica, hasta tal punto que llegué a amenazarle con dejar de respirar si no me devolvía el control de la televisión. Nunca llegué a cumplir mi amenaza, siempre que me ponía roja como un tomate Derek me hacía cosquillas y me reía tan fuerte que nuestra madre venía y nos apagaba la televisión. Siempre que me iba a la cama me prometía a mi misma que a la noche siguiente cumpliría mi promesa. Nunca llegué a hacerlo.

En cambio, como era de suponer, los vecinos tenían en un pedestal a Derek, siempre atento y simpático con todos. Yo nunca he sido capaz de odiarle ni guardarle rencor por nada, desde siempre había sido, a mis ojos, un héroe, cosa que desgraciadamente tuvo que demostrar más veces de las que le tocaban a su edad.

Recuerdo una vez, un día de verano, en pleno julio, cuando yo apenas tenía 6 años, que estaba muy aburrida en nuestro patio. Ya no me apetecía jugar más con las muñecas así que me levanté empecé a jugar con el barro. Me acuerdo que me sentí completamente feliz jugando en el suelo mientras me manchaba la ropa que mi madre me acababa de comprar el día anterior. Entonces se me ocurrió la idea de hacerle a mi mamá una tarta de barro para que así se pusiera contenta y comiera algo ya que desde hacía días solo hacía que beber de una botella que la dejaba muy dormida. Yo solo sabía que si no quedaban en casa de esas botellas, mi mamá se ponía muy nerviosa y furiosa y era mejor no estar delante cuando eso pasaba. Así que con la determinación de ayudar a mi mamá le hice mi pastel de barro. Cuando ya lo tuve hecho pensé en como llevárselo y se me ocurrió la idea de entrar en casa y, sin que ella se diera cuenta, coger un plato para que así no me riñera por dejarlo todo sucio. Y sintiéndome la niña más inteligente del mundo abrí la puerta corrediza del patio que conectaba con el comedor. Dentro de la casa solo se oía el suave ronquido de mi madre que estaba dormida en el sofá. Se podía ver encima de la mesita dos botellas vacías y otra a mitad que contenía un líquido que, en un primer momento podía parecer agua pero que no lo era, porque ya me lo había explicado Derek cuando yo le pregunté si lo que le pasaba a mamá era culpa del agua de esas botellas. Él me contestó:

  • No, Noa. Mamá puede beber de esas botellas porque a ella, cuando era pequeña le pusieron una inyección especial para poder beber ese líquido. ¿A ti te la han puesto?

Yo negué con la cabeza. No recordaba que me hubieran puesto ninguna inyección para eso la última vez que mamá me llevó al médico. Así que mi hermano, al ver que me lo había creído firmemente, sonrió y me dijo:

  • Pues ya está. Tú nunca podrás beber de esas botellas, ¿de acuerdo?- continuó diciendo mientras sonreía para si.

Yo afirmé con la cabeza y le prometí que nunca lo haría. Supongo que fue la mejor excusa que se le ocurrió en aquel momento.

Poco a poco, yendo de puntillas, evitando las lejas de madera que sabía crujían y sintiéndome como una de esas tortugas ninja de la tele, logré llegar a la cocina. Pero aún me quedaba un obstáculo más: como mi madre sabía que yo era una patosa sin remedio un día decidió poner todos los platos en el estante de arriba del todo, donde yo no los pudiese alcanzar, para que así no pudiera romperlos. Cuando estuve delante del armario de madera supe que tendría que utilizar una de las sillas de la cocina para poder alcanzar el estante. Así que, con mucho cuidado cogí una de las sillas y la acerqué bajo del armario donde estaban los platos. Lo malo era que todas las sillas estaban cojas. Mamá decía que era por culpa de papá, que como se había llevado el dinero al irse de casa, no podíamos cambiarlas y había que aguantarse con las que había.

Me subí a la silla con cuidado de no perder el equilibrio. Abrí la puerta del armario y los vi, ahí estaban, en el último estante tal y como dijo ella. Acerqué la mano, que estaba llena de barro por haber hecho la tarta, y me estiré todo lo que pude para poder coger uno de los platos, pero por mucho que me estiraba no lograba alcanzarlos. Así que cogí impulso y salté hacia delante con la esperanza de coger uno y caer en el suelo, como había visto hacer al gatito de Edu, nuestro vecino de al lado. Mis planes, como era de suponer, no salieron como había pensado.

El estruendo que hicieron todos los platos al caer al suelo siempre lo llevaré conmigo. Fue ese escándalo, ese estallido característico de cuando algo se rompe, el que hizo que mi madre despertase de su profundo sueño y, al verme con la ropa nueva manchada por entero de barro, los platos totalmente destrozados y a pedazos recubriendo cada palmo del suelo de la cocina, ella montó en cólera.

  • ¿Qué coño has hecho? ¿Es que no se te puede dejar ni un momento sola, eh? ¡Niña estúpida! ¡Has salido igual que tu padre! ¡No sirves para nada!

Ella levantó su mano derecha y vi como todo sucedía a cámara lenta. Yo la miré a la cara, sus ojos verdes, réplicas de los míos, me observaban con odio y desprecio y los míos, reflejados en los suyos, le devolvían una mirada aterrorizada. Supe en ese momento que lo que había en esas botellas había absorbido a mi madre de tal manera que ya nunca volvería a recuperarla.

Sentí, cuando su mano hizo contacto con mi mejilla, un dolor que incluso al día de hoy sigo recordando. Todas las terminaciones nerviosas de mi piel vibraron al unísono y el sonido que retumbó en la sala lo llevé grabado en mi mente durante muchos años después de aquello. Mi cabeza se giró tanto que pensé que me partiría en dos.

Salí corriendo de allí y me dirigí a mi refugio, donde nadie pudiera ver cómo mis barreras caían, cómo se me partía el alma en dos. Llegué a mi habitación y justo cuando ya creía que podía dar rienda suelta al llanto, levanté la mirada del suelo y vi como mi hermano, poco a poco, como quien hace para no asustar a un cervatillo, se quitaba los auriculares que llevaba puestos. Me miró y vi el fuego que escondía, la furia que él siempre había tenido pero que no dejaba ver a nadie, ardía en sus ojos azules, y que poco a poco se iba avivando al ver el color morado que empezaba a crecer en mi mejilla.

Yo todavía no me había despegado de la puerta y él, para no asustarme, se levantó y poco a poco se fue acercando hasta que se arrodilló para estar a mi altura. Yo ya no pude aguantar más las lágrimas y rompí a llorar desconsoladamente. Derek lo único que pudo hacer es abrazarme fuertemente.

  • Te tengo dicho que no molestes a mamá. ¿Qué has hecho ahora? Además, ¿cuántas veces te he dicho que si no estoy yo delante no te puedes acercar a ella?- susurró sobre mi cabeza mientras yo seguía empapándole la camisa recién lavada.

Yo apenas le escuché debido a que el temor que todavía me aferraba no me dejaba parar de llorar. Siguió meciéndome y tranquilizándome mientras seguía susurrando palabras de consuelo hasta que finalmente, después de un buen rato, conseguí calmarme lo suficiente como para permitirle que me alzara la cabeza para que pudiera observar mi mejilla malherida.
Escuché que maldecía por lo bajo y yo, por no faltar a mi costumbre, le dije:
  • Eso no se dice, Derek. Ya sabes que el coco se lleva a los niños que hablan mal.-añadí tartamudeando.
Derek, muy a su pesar, sonrió.
Estuvimos juntos en nuestra habitación el resto del día hasta que finalmente se hizo de noche. Sorprendentemente mamá no subió a buscarnos y cuando bajamos a cenar, los pedazos de los platos que estaban esparcidos por el suelo habían sido recogidos y ella se comportó como si no hubiese pasado nada.
Derek ya se había asegurado de que yo bajara limpia y que las coletas que se me habían deshecho en mi carrera por llegar lo antes posible a mi habitación, estuviesen de nuevo perfectamente hechas.
Vivimos con miedo los días siguientes, en cualquier momento esperábamos que mamá volviera a explotar como lo había hecho. En ningún momento mi hermano me dejaba sola cuando estábamos en casa. Nos acostumbramos a tenernos siempre cerca, pasara lo que pasara, para poder protegernos y cuidar el uno del otro. Al día de hoy todavía seguimos haciéndolo.
Nunca se lo dijimos a nadie lo que sucedió aquel día, habíamos vistos suficientes películas de niños huérfanos para saber que nunca querríamos separarnos el uno del otro.
Ahora hecho la mirada atrás y pienso que tuvimos suerte de que ese horrible episodio, ese terrible recuerdo, no se volviese a repetir nunca. O al menos eso fue lo que le dije a Derek.
Los años fueron pasando, nosotros fuimos creciendo y mi hermano y yo ahorrábamos todo el dinero que podíamos para salir de allí y dejar atrás a Mara, nuestra madre, que desde el incidente nunca más la volvimos a llamar mamá. Lo curioso es que su nombre; Mara, en hebreo significa “Amargura”. Desde que lo supe pensé que le venía como anillo al dedo, supongo que nuestra madre era de esas personas débiles, que sin la fuerza de un hombre que las respaldara se sumergían en un mar de amargura, tristeza y rabia, lamentándose por lo que pudo haber sido y no fue.
Con el paso de los años me juré a mi misma que por mucho que me pareciese a Mara físicamente, el mismo pelo negro que compartíamos con mi hermano, los ojos verdes, la nariz recta y desafiante y unas manos suaves pero firmes, me juré que a pesar de ello nunca me convertiría en el ser que ahora era ella, me prometí que siempre sería una persona libre e independiente.
Cuando Derek acabó el Bachillerato Tecnológico, con unas notas que le permitieron entrar en la universidad de Ferrol para realizar lo que desde hacía tiempo sabía que sería su vocación: hacer una ingeniería mecánica. Me puse a la vez tremendamente orgullosa pero triste. No quería separarme de él, Derek era todo lo que tenía, pero no podía dejarlo todo, mis estudios de Secundaria, que recién acababa de empezar, ya que estaba ahora en el primer curso, y los amigos que había conseguido hacer en estos años. No podía dejarlo todo para seguir a mi hermano a la universidad. Así que le prometí que estaría bien con Mara en casa y que no permitiría que me hiciera nada.
Al principio evitaba completamente llegar a casa. Evitaba quedarme sola con ella cuando volvía del instituto y pasaba el menor tiempo posible en la casa. Siempre que podía utilizaba la excusa de que tenía que hacer trabajos, o que en la biblioteca estudiaba mejor. Mara nunca me dijo nada sobre este hecho, creo que desde ese día me trató como si no existiera, como si la marca que llevé en mi cara durante dos semanas me la hubiese hecho mientras jugaba. Me ignoraba completamente desde entonces, para ella, en su mente de alcohólica, no vivía nadie más con ella desde que Derek se fue. A mi hermano esto le dolía más que a mí por simple hecho de que él sí recordaba cómo era Mara antes de que nuestro padre se fuera, antes de que se convirtiera en uno de mis mayores miedos cuando por fin me iba a la cama.
Mara tampoco notó los cambios que habían ido sucediendo en mí conforme iba creciendo. Pasé de ser una niña desmelenada a una adolescente loca y atrevida. Me dejé el pelo largo y abandoné el recogérmelo en dos coletas. Yo le iba contando todo esto a mi hermano por medio de cartas a las cuales él me contaba qué tal le iban los estudios en Ferrol y cómo era su vida de universitario.
Cuando acabé la Secundaria tenía claro que el Bachillerato no era para mí. Había visto cómo mi hermano pasaba las noches en vela y cómo luchaba para poder sacar adelante sus asignaturas demasiadas veces cómo para cuestionármelo siquiera. Así que me planteé la idea de hacer en Ferrol un módulo de Cuidados Auxiliares de Enfermería. Siempre me había atraído la idea de poder ayudar a otras personas, de sentirme útil. Sobre todo ahora que Derek, en su última carta me había relato cómo le había ido su reciente visita al médico.
En su anterior carta me había contado que desde hacía semanas, ahora creo que lo sentía desde hacía meses, le dolía el tórax y que tenía una tos persistente que no se iba. Además me dijo que había perdido el apetito.
Le supliqué que fuera al médico pero mi hermano, que siempre había sido obstinado, no me hizo caso. Solo cedió con la condición de que le hiciera el favor de no preocuparme más y que me aplicara en mis estudios, ya que solo me quedaban dos semanas para acabar mi último año de la Secundaria.
Entonces llegó la odiada carta. Tú no te enteraste, ¿cómo ibas a hacerlo si estabas durmiendo por haber bebido más de la cuenta el día anterior? Así que quien recogió el correo fui yo y por lo tanto quien primero leyó que Derek tiene cáncer fui yo.
No estaba preparada para asumir la noticia de lo que Derek me estaba contando.
La fatídica carta Mara, por si te interesa o te preocupaste alguna vez por tu hijo, es esta:
Hola Noa:
Tengo algo que contarte y sé es difícil de entender… yo todavía lo sigo intentando.
Esta no es como una de nuestras cartas de siempre. No es otra carta donde te cuento lo último que he hecho hoy, qué tal me fueron las clases o si, como tú dices, le he “tirado ya la caña” a Irina, la chica que sabes que desde hace tiempo me está volviendo loco. No, esta carta siento decírtelo pero no es como las otras, no trae noticias buenas.
Seguro que te acordarás de que en la última te prometí que iría al médico. Pues bien, cumplí mi palabra.
Al llegar al hospital General Juan Cardona, el que está cerca de la panadería esa que tanto te gusta, la que se llama “Horno Sanbrandan”, tuve que esperarme media hora. Y a punto estuve de marcharme de allí, ya sabes que los hospitales me ponen muy nervioso, cuando me llamaron para que pasara a la consulta.
  • Hola, siéntese por favor.-me dijo el doctor que, a juzgar por la tarjeta que llevaba en el bolsillo de su bata, se llamaba Carlos López.
Tenía todo el aspecto de ser uno de esos médicos, afables y comprensivos que todo el mundo desearía tener en estos casos. Era un hombre mayor, de unos 55 años. Llevaba el pelo canoso y bien cortado, pero aún se podía ver que anteriormente su pelo había sido negro.
Como tú dices normalmente se puede saber mucho de una persona por sus manos y él las tenía suaves y grandes. Daban la impresión de que sabían lo que hacían.
  • Muy bien,-continuó el Dr. López.- ¿por qué ha venido? ¿Qué es lo que le ocurre?
Yo le expliqué exactamente lo que te conté a ti en mi última carta, a lo que él puso mala cara.
  • No es usual que un hombre de su edad, de nada más que de 21 años, presente estos síntomas. Si me lo permite llamaré a un médico amigo mío. Él seguro que sabrá lo que le pasa. ¿Está usted de acuerdo?
Más tarde sabría que el amigo del Dr. López era oncólogo.
  • Sí, sí. Por supuesto.-contesté yo rápidamente.
¿Sabes? Después de hacerme varias pruebas yo ya estaba muy nervioso. Había venido para cumplir mi palabra, para cumplir la promesa que te hice, pero lo que nunca sospeché es de lo mucho que te iba a agradecer que me obligaras a que viniera.
Noa, no sé como decírtelo suavemente, además, tú siempre preferiste que te contaran todo a la cara, sin rodeos ni tapujos. Así que allá va:
Tengo cáncer…una modalidad de cáncer llamado CÁNCER PULMONAR.
Sé que en este momento no sabrás como reaccionar pero te conozco lo suficiente como para saber que seguramente estarás ya pensando a qué hora pasa el tren hacia Ferrol. Por eso te pido que acabes de leer mi carta antes de venirte hasta aquí corriendo hacer nada.
Quiero que sepas que sin ti probablemente no me lo hubieran podido coger a tiempo, sin ti no podrían operarme para extirparme ese tumor que se aloja en mi pulmón derecho. Por todo ello hermana te doy las gracias.
Una última cosa antes de despedirme, no quiero que vengas a cuidarme a Ferrol, quiero que acabes estas dos semanas que te quedan de colegio. Sé que ahora mismo no puedes entenderlo pero créeme cuando te digo que es lo mejor. Me operarán la semana que viene, los médicos no quieren arriesgarse a que el tumor se extienda, así que no te queda otra que hacerme caso.
Te quiero hermanita, y no creas que no te quiero aquí conmigo, a mi lado, porque no es cierto. Solo te pido que tengas paciencia y que esperes dos semanas para venir. ¿De Un beso de tu hermano:
Derek

Así que ya sabes toda la historia madre, ya sabes el porqué de que me haya ido sin avisar, sin decirte nada: no me molesté en hacerlo porque tú fingirías que yo no existía y sería una pérdida de tiempo.
Aquí te dejo mi carta Mara para que entiendas que dejaste perder un futuro maravilloso con dos hijos que te querían muchísimo y que se tenían que consolar mutuamente porque la razón de sus males era precisamente la persona que los tenía que disipar, la persona que nos tenía que consolar, hacer reír y enseñar que la vida es mucho más que malas noticias.
Atentamente y sin ningún remordimiento por haber escrito esta carta:

Noa

P.D: Si por alguna casualidad se te ocurre dejar de beber el tiempo suficiente como para plantearte ir a Ferrol, te sugiero que no lo hagas. Ahora Derek y yo somos completamente libres, tenemos una vida por delante llena de esperanza, posibilidades y sueños por cumplir.
He comprendido que existe una vida sin ti, madre y la pienso vivir sin dejar escapar ni un solo instante, ni un solo momento, porque una de las pocas cosas que nos enseñaste fue que la vida no está hecha para vivir en la amargura como tú haces Mara, no, la vida está hecha para experimentarla, sentirla y para también modificarla, porque nosotros somos los dueños de nuestras propias vidas. Y eso nadie puede quitárnoslo.

RAQUEL GARCÍA FRANCÉS
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