dilluns, 9 de juny del 2014

La boda

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Susana se levantó muy temprano aquella mañana. Apenas había pegado ojo en toda la noche. De hecho, desde que unas pocas semanas atrás había recibido la terrible noticia de la boda de Andrés -¡el hombre de su vida!-, con una presumida niñata de la alta sociedad, sentimientos contradictorios se agolpaban en su interior y le impedían pensar fríamente. Mil dudas la asaltaron durante ese tiempo: ¿lo haría antes o después de la boda? ¿o durante la boda? ¿lo haría abatiéndolos a tiros en el lecho nupcial, simulando un accidente de coche o envenenando los bollos del buffet-desayuno del hotel en su luna de miel? No conseguía decidirse.
No entendía porque terminó lo suyo, aunque no era de la clase alta ni tenía mucho dinero, Susana era atractiva, morena con unos rizos perfectamente definidos, ojos verdes en los que uno mismo se podía ver reflejado, no era ni alta ni baja, con las curvas de guitarra de la típica mujer española. Destacaba por su simpatía y su encanto a la hora de hablar, era impulsiva y un poco rencorosa, triunfadora en su trabajo, independiente y muy inteligente, y por supuesto seguía enamorada de Andrés.
Pese a todo, hizo de tripas corazón, se levantó muy temprano, preparó el vestido que pensaba lucir, lo colgó en una percha, lo introdujo en su funda, guardó en la bolsa de viaje los zapatos y complementos que su puesta en escena iba a requerir y, vestida con vaqueros, camiseta y zapatillas deportivas, bajó a la calle y arrancó su coche rumbo a Jaén.
-“Por si fuera poco, la pija se ha empeñado en celebrar la boda en el cortijo de su papá, allá por los cerros de Úbeda”, pensaba Susana mientras atravesaba el monótono paisaje manchego a la máxima velocidad de su antiguo Ford Fiesta.
Tras varias horas de viaje e innumerables paradas en bares y gasolineras para descifrar, con ayuda de los lugareños, el críptico mapa que la invitación de boda adjuntaba, embocó finalmente en una amplia pista de asfalto, dominada en sus flancos por dos grandes tinajas pintadas de negro en las que una inscripción prometía: “Finca Oriol”.
-¡Dios santo! –exclamó. Ya estoy aquí. No puede ser. Y tan pronto. Y, además, tengo que encontrar un sitio donde cambiarme y pintarme.
Volvió a la carretera, retrocedió algunos kilómetros y tomó un semioculto desvío del que partía un estrecho camino de tierra. Al cabo de varios minutos de constantes traqueteos y tras esquivar la mayor parte de los pedruscos que salpicaban la ruta, detuvo el coche bajo un enorme pino rodeado de espinosos arbustos y de muchos otros pinos más pequeños. Le pareció un lugar ideal para descansar un rato. Faltaban casi dos horas para la boda y le convenía tranquilizarse un poco para pensar en el modo de controlar el impulso que, con toda seguridad, iba a hacer que se abalanzase sobre esa maldita usurpadora para arañarla hasta en el interior de los párpados.
Esto es lo que haría: descansaría, recordaría lo mucho que Andrés había supuesto para ella, y lo mucho que lo había amado. Se concentraría en que, a pesar de lo desgraciada que se sentía por el terrible acontecimiento que se avecinaba, lo realmente importante para ella tenía que ser la felicidad de aquel muchacho, cuyo único pecado era no haber sabido escoger la mujer con la que casarse. Pero ella lo quería y, por tanto, lo perdonaría. Aunque, por supuesto, a esa arpía no pensaba perdonarla.
En cualquier caso, puesto que había decidido aceptar la invitación y ya se encontraba en aquel maldito lugar, ahora tenía que dedicar sus esfuerzos a cargarse de energía positiva. Más tarde se pondría ese bonito vestido color canela que tan bien le sienta e iría a la boda de su mejor amigo a comportarse como una auténtica dama.


También Ramón había madrugado aquel día. Isabel, su hermanita querida, iba a contraer matrimonio dentro de pocas horas con Andrés, ese abogado tan apuesto y tan listo que, probablemente, le sería de gran ayuda si papá cumplía su amenaza de abandonar por completo los negocios; idea que ya había expresado recientemente en diversas ocasiones y que, desde que Ramón la escuchara por vez primera, había inundado su mente con espantosas imágenes: escándalos con enfadados accionistas deseando lincharlo; empresas en quiebra con enfadados obreros deseando lincharlo; deudas incalculables con enfadados acreedores deseando lincharlo; en definitiva, el liderazgo de Ramón iba a suponer, sin duda alguna, la ruina de la familia, cuyos miembros montarían en cólera y, sin duda, acabarían linchándolo.
Por que sí, porque él sabía que iba a ser la ruina de la familia en caso de que su padre mantuviera su empeño de que él se ocupara de los negocios familiares. Pensaba que, si su padre era capaz siquiera de pensar que sus empresas estarían a salvo en manos de un completo inepto como él, es que no era tan listo como se podría pensar por la fortuna que había amasado.
Así que, aquella mañana, tras una atormentada noche repleta de sueños y linchamientos, tan sólo la visión de la dulce Isabel, allí, en la terraza, frente a él, tomando su último desayuno de soltera, aliviaba ligeramente esa sensación que su pecho soportaba sin cesar las últimas semanas. Y aquella mañana, su deliciosa hermanita estaba aún más radiante que de costumbre, si es que eso era posible.
Esa mañana, tal y como venía observando desde hacía unas semanas, la dulce Isabel mostraba un excelente apetito y tomaba en su desayuno doble ración de todo. Por cierto, ahora que pensaba en ello, también en almuerzos y cenas solía repetir; tal vez eso explicaba algo en lo que también había reparado recientemente, aunque por supuesto, no había comentado; que la graciosa tripita de su hermana estaba experimentando un ligero cambio para convertirse en algo más difícilmente definible, salvo que Ramón se permitiera la vulgaridad de pensar que Isabel estaba engordando, claro.
Cuando, acabado el desayuno, abandonó la mesa para dirigirse a su estudio, observó que a su alrededor comenzaba a invadir la casa un tremendo ajetreo, lógico desde todo punto de vista, puesto que se estaba preparando una fiesta. Decidió que lo más oportuno era desaparecer cuanto antes para volver lo más tarde posible.
Un cuarto de hora después llegaba a la finca al trote Capitán, su más fiel compañero; un precioso caballo que su padre le había regalado el día de su decimoquinto cumpleaños. Recordó que, por aquel entonces, su aspecto era sólo el de un canijo potrillo gris.
Inmerso en estos pensamientos cabalgó durante un buen rato. Luego descabalgó, caminó junto a Capitán y, buscando desahogo, le habló; le contó sus preocupaciones, su terrible incapacidad para tomar decisiones, su inmenso terror ante los linchamientos, su completo desinterés por la empresa Oriol.
Le confesó también sus anhelos por encontrar una buena chica y fugarse con ella a vivir en una casita junto a un lago; y cantar y bailar, y reír y charlar abrazados junto al fuego; y tener un huerto donde cultivar sus propias verduras y hortalizas para comérselas; y criar sus propios pollos y cerdos; y a sus propios hijos e hijas para darles de comer verduras y hortalizas, pollos y cerdos. Y habló con Capitán de todo eso y, por supuesto, el caballo no hizo comentarios.
Harto de su monólogo, y de nuevo con esa terrible presión en su pecho, decidió tumbarse un rato en su rincón favorito: un pequeño claro rodeado de zarzas, junto a un riachuelo, a la sombra de un frondoso pino. Rodeado de hierba verde y fresca, se podía escuchar el sonido del agua al pasar. A lo lejos se apreciaban unas bajas montañas, y justo en su cabeza, en lo alto del pino, los pajaritos cantaban de forma alegre. Se apreciaba el olor de la diversidad de flores, plantas y árboles de aquel lugar. Precisamente las zarzas le impedían ver que, al otro lado del pino, en su Ford Fiesta blanco, Susana soñaba con Andrés.
Susana soñaba que Andrés se dirigía hacia ella a lomos de un corcel, y cuando el caballo se había acercado lo suficiente y se detuvo junto a ella, Susana vio a Isabel montada en su anca.
En su inquieto sueño vio a Isabel aferrarse al torso de Andrés con su brazo derecho mientras con la otra mano revolvía sus cabellos. La vio dirigir lascivas miradas a la hermosa y resplandeciente nuca de su amado. De repente, Isabel la miró con una mueca burlona y se rió, con lo que Susana interpretó como una risa de mucha maldad.
Entonces Susana se despertó sobresaltada y de muy mal humor. Miró el reloj, era hora de arreglarse. Salió del coche, comprobó que bajo el pino y junto a aquellos arbustos estaría a salvo de miradas indiscretas y decidió montar su set de vestuario y maquillaje en ese preciso lugar.
Al otro lado de los matorrales, Ramón, absorto, perdido en sus propios pensamientos y el sonido de las aguas del arroyo cercano, permanecía tumbado, ajeno a la exaltada actividad que Susana realizaba a escasos metros de distancia. También miró su reloj y decidió que tenía que volver a casa.
Al levantarse sintió los efectos que el trote de Capitán y el contenido de su cantimplora habían provocado en su aparato excretor. Salió de su escondrijo y rodeó la zarza para realizar la expulsión en un lugar más apropiado que la hierba sobre la que suele dormir la siesta.
De pronto escuchó un sordo murmullo que provenía de algún lugar un poco más allá, a su izquierda. Sin soltar lo que sujetaba con su mano derecha, pero cuidando de no salpicar sus botas de montar, caminó con sigilo lateralmente para encontrarse, bruscamente, ante una mujer vuelta de espaldas, y, al parecer, completamente desnuda.
Por su parte, a los oídos de Susana llegaba un extraño susurro que su imaginación interpretó como el inquietante caminar de un animal salvaje, mezclado con un chapoteo que no acertaba a identificar. Se dio la vuelta terriblemente asustada.
Las miradas de ambos se cruzaron breves instantes. Susana, avergonzada en su desnudez, intentó ocultarla con sus brazos. Encogió su cuerpo bruscamente. Dirigió la vista hacia el suelo, donde observó un pequeño charco sobre el que aún caían las últimas gotitas que un estupefacto Ramón parecía ignorar por completo. Luego, miró un poco más arriba y sus ojos se abrieron en un gesto de horror. Tras varios segundos de muda contemplación, gritó.
Mientras, Ramón, obedeciendo a un irracional impulso, se había llevado las manos a la cara con la esperanza de que todo fuese un mal sueño, de que su subconsciente le estuviese jugando una mala pasada y que, cuando volviera a mirar, aquella mujer habría desaparecido de allí.
Cuando apartó las manos y volvió a verla allí, deseó que la tierra se lo tragase. La extraña no paraba de chillar. Ramón recordó entonces que aún no había guardado su miembro. Se apresuró a hacerlo.
Al tiempo, Susana, que había cerrado los ojos para inhibirse de la muestra de virilidad que estaba ante ella, intentaba alcanzar cualquier cosa con la que cubrir su cuerpo desnudo. Finalmente optó por introducirse en el coche de un salto, cerrarlo a cal y canto y esperar que Ramón huyera despavorido, que es exactamente lo que ocurrió.



La ceremonia estaba resultando un éxito completo, o al menos eso era lo que Isabel pensaba, confortablemente sentada en el interior de la ermita. El bonito edificio era demasiado pequeño para acoger a todos los invitados, por lo que muchos se habían visto obligados a permanecer en el exterior, donde soportaban como podían los casi cuarenta grados que a esas horas azotaban aquellos campos andaluces.
Por fortuna, papá Oriol había hecho instalar junto a la ermita un gran toldo blanco, donde los que no habían conseguido un hueco en el fresco recinto escuchaban a todo volumen la voz del cura, que llegaba hasta ellos mediante un potente sistema de amplificación de sonido. En opinión de la mayoría, que intentaban protegerse como podían del impresionante volumen, la instalación de aquellos enormes altavoces había sido un gasto completamente innecesario.
Pero nada de eso importaba a Isabel en esos momentos tan trascendentales; en pie, frente al altar, con el más sereno gesto, lo que realmente ocupaba sus pensamientos era que aquella mañana había tenido que realizar increíbles esfuerzos para ajustarse el corsé, de forma que su ya más que incipiente barriguita pasara inadvertida bajo el vestido de novia.
Y es que, últimamente, Isabel se preocupaba porque Andrés sabía sumar, y también debía saber que los embarazos suelen durar nueve meses, y, aunque ni ella misma era capaz de determinar la fecha concreta, ni siquiera la persona concreta, si el niño salía con coleta y pendiente y le gustaban el rock, entonces posiblemente Andrés podría llegar a sospechar que su hijo podría no ser su hijo. Porque a Isabel le preocupaba que el causante de su embarazo era, casi con toda seguridad, Curro, el mejor amigo de Ernesto, su hermano vividor.
Pero ella no quería que nada de eso se interpusiera en estos momentos, empeñada en que fuesen de plena satisfacción para todos, incluido Andrés. Porque ella quería a Andrés, y porque, además, su padre había dicho que era un joven muy prometedor; en cambio, Curro era un vividor, además de un drogadicto, y aunque fuera un guaperas y siempre supiera hacerla reír tanto, ella se casaba con Andrés; porque eso era sin duda lo mejor, lo más conveniente para ella y para su hijo, fuese de quien fuese.
Y la ceremonia concluyó, como siempre en estos casos, con lluvia de arroz para los novios, intensas muestras de júbilo y una cierta sensación de alivio por parte de los invitados, sobre todo los que habían asistido desde el exterior.
Mientras caminaba del brazo de Andrés a lo largo del agradable camino de hierba que separa la ermita del jardín trasero de la casa, donde iba a tener lugar la fiesta, creyó por fin haber ahuyentado de su mente los fantasmas que la acosaban. No obstante, su rostro denotaba una cierta ansiedad que no pasó inadvertida a su reciente marido. Ante la observación que Andrés, ella se limitó a mostrar esa encantadora sonrisa suya, fruto de la más exquisita educación, y ejercer una presión sobre su brazo, inclinándose sobre él hasta apoyar la cabeza en su hombro. Tras ellos, familiares y amigos acogieron el gesto con sonrisas e intercambiaron miradas de complicidad: era la muestra evidente del amor de la pareja.



Susana, sin embargo, no gozaba de la fiesta. Mezclada entre los invitados, más concretamente entre los del toldo exterior, no había conseguido olvidar el desagradable incidente de la mañana, que no hizo sino empeorar su malhumor.
El espectáculo a su alrededor era grandioso: una gigantesca carpa, provista de un potente sistema de refrigeración, había sido instalada en la parte trasera de la casa ocupando el amplio jardín, donde centenares de personas deambulaban entre las grandes mesas repletas de los más exquisitos manjares.
Susana había llegado muy tarde y el ambiente le parecía insoportable. Tan sólo conocía a Andrés y a sus padres, por lo que se propuso saludarlos lo antes posible, emborracharse lo antes posible y abandonar lo antes posible aquel horrendo lugar para refugiarse a llorar en el primer hotel que encontrase junto a la carretera.
Buscó a Andrés entre la muchedumbre. Finalmente lo vio junto a una mesa, al otro lado de la piscina: conversaba con un hombre alto cuyo rostro, de lejos, le resultó vagamente familiar. Se dirigió hacia ellos rápidamente y, al acercarse, observó algo que renovó en ella sentimientos casi olvidados: a pocos metros de los dos hombres estaba Isabel, de espaldas a ellos, charlando divertida con un joven de aspecto informal. El largo velo de su vestido se extendía sobre el césped, y uno de sus extremos asomaba ligeramente bajo la mesa, junto a los pies de Andrés. Entonces Susana tuvo una idea brillante.
Llegó junto a Andrés y al desconocido y, con extraordinaria habilidad se colocó junto a la mesa, de espaldas a Isabel. Con los dos pies pisó firmemente el velo y decidió esperar la catástrofe. Al fin ella iba a gozar de la fiesta. Ajena a esto, Isabel escuchaba los halagos que Curro le hacía.
Andrés, tan simpático y educado como siempre, la saludó y le presentó al hermano mayor de su nueva esposa, Ramón. Al estrechar la mano de aquel hombre, un ligero estremecimiento la sobrecogió; estaba segura: ella lo conocía. Su rostro dibujó una tímida sonrisa.
Ramón tuvo una sensación parecida. Había asistido a la ceremonia con actitud ausente; tampoco él conseguía olvidar el curioso percance de aquella mañana, y recordaba con ternura a la hermosa joven con la que lo había compartido. Ahora, al ver allí a Susana, las imágenes de aquel encuentro lo volvieron a asaltar y, unió la maquillada cara de esta mujer con el cuerpo desnudo de la mañana. Comprobó que coincidían a la perfección.
La expresión de cara de él unida al rubor que la invadió, dieron a Susana la pista definitiva para llegar a la misma conclusión. Sus piernas empezaron a temblar descontroladamente y Susana supo que, en cualquier momento, caería al suelo inconsciente.
Pero no iba a ser así, porque en ese preciso instante, detrás de ella, Curro intentaba convencer a Isabel para que lo acompañase a la casa; ante la resistencia de la recién casada, el joven dio un fuerte tirón de su brazo para arrastrarla consigo. El velo, firmemente cogido al cabello de la novia y también firmemente pisado en su otro extremo por los pies de Susana, provocó la caída de Isabel, de espaldas, sobre una mesa en la que se alineaban grandes bandejas de canapés y una multitud de vasos semivacíos.
Susana, que había olvidado tanto a Isabel como al velo, sintió que el suelo retrocedía bajo sus pies y perdió el equilibrio. Al desplomarse se abalanzó sobre Ramón adelantando sus brazos para buscar un punto donde cogerse y evitar la vergonzosa caída.
Finalmente se agarró a sus pantalones, que cedieron ante el peso de Susana y resbalaron a lo largo de sus piernas mientras arrastraban su ropa interior y dejaban sus vergüenzas claramente expuestas al aire.
Susana, en su caída, quedó arrodillada a los pies de Ramón, con la cara pegada a su desnuda entrepierna. Esta nueva perspectiva disipó todas sus dudas acerca de la identidad de aquel hombre; evidentemente se trataba del mismo individuo que, horas antes, la había sorprendido tanto.
Los atónitos asistentes contemplaron la escena con una extraña mezcla de sonrojo y alboroto: Isabel, tendida sobre una mesa, pataleaba violentamente intentando levantarse rodeada de vidrios rotos y con innumerables canapés adheridos a su bonito vestido. A escasos metros, una desconocida permanecía de rodillas abrazada a las piernas de Ramón, el hermano de la novia, con el rostro hundido en su más profunda intimidad.
Tras unos terribles instantes, Susana logró recomponer su figura mientras Ramón se esforzaba por ocultar sus aireadas interioridades.
Avergonzada, corrió en busca de su coche para alejarse de aquel terrible espectáculo.
Ramón, por su parte, se refugió en los establos, donde relató a Capitán todo lo sucedido sin omitir detalle.
Isabel, una vez recuperada, agradeció la sólida estructura de su corsé, pues sólo eso evitó que una multitud de cristales se incrustaran en su delicada espalda.



Dicen que, aún hoy, Ramón continúa buscando sin cesar a aquella mujer a la que el destino había intentado ligar de forma tan curiosa.
Del paradero de Susana nada se sabe; vendió la tintorería que había heredado a la muerte de sus padres y se cree que huyó a la sierra, donde vive en soledad con un enorme perro especialmente adiestrado para alertarla de la improbable presencia de seres humanos, más concretamente de hombres, por aquellos parajes.
Isabel dio a luz, seis meses más tarde, a un hermoso niño, que nació casi sin pelo y sigue sin saber la identidad del padre.

FIN


Carolina Blanco
1Bat A