dimarts, 27 de maig del 2014

Deshaciendo la escarcha

Te has vuelto dura y fría.
Esa fue la sentencia que hizo mi madre. Estaba preocupada por mí, yo no estaba metida en problemas, no tenía enemigos, no me había hecho miembro de una organización peligrosa ni nada por el estilo, sencillamente había cambiado.
El cambio al que me había sometido no era físicamente perceptible, no me pintaba los labios negros ni llevaba el pelo en la cara, básicamente porque yo no estaba enfadada con el mundo, tal vez con algunos de los miembros que vivían en él, incluida yo misma.
Esta es básicamente mi historia, no esperéis nada trágico, nada fuera de lo común, son, de una forma u otra, los sucesos de la vida de cualquier adolescente.
Mi infancia transcurrió sin ningún hecho fuera de lo común, me crié en una familia donde todo el mundo se quería, nunca me faltó cariño, vivía en mi burbuja de felicidad, ajena a cualquier mal, sin saber siquiera a qué sabían sentimientos como la nostalgia o la tristeza profunda. Siempre estaba pegada a las faldas de mi madre, la adoraba, ella me hacía sentir que todo estaba bien, que no había de qué preocuparse, con mi padre, en cambio, tenía una relación más bien de amigos, con él jugaba y  veía películas, mi padre se había ganado ese papel, porque no sabía reñir, tampoco lo intentaba, supongo que el peor defecto de mi padre siempre fue confiar en que mi madre sabría lo que hacer, en que mi madre nos reñiría, nos consolaría, en fin, en que mi madre haría el trabajo sucio. Él era tremendamente divertido, era un hombre sencillo que se conformaba con las cosas evidentes, no le apasionaba la poesía, ni la ópera, en realidad no sé si le apasionaba algo, porque mi padre no hablaba demasiado, es decir, siempre tenía tema de conversación, pero nunca era sobre lo que sentía o pensaba, mi hermano le debe toda esa herencia.
Por otra parte estaba mi madre, todo lo contrario a mi padre, ella necesitaba decir todo lo que pensaba y sentía, necesitaba decirlo todo, por ínfimo que fuera, era extremadamente sensible y siempre esperó que mi padre diera más de sí, aunque con más de veinte años de matrimonio imagino que algo cambiaría, nunca fue lo suficiente para mantenerles unidos.
Ella estuvo años avisándome de que un día se separarían, yo me reía, aunque nunca dudé de que fuera cierto, ella me lo contaba todo, y eso fue un craso error por su parte, pues después de la separación, ser el paño de lágrimas de ambos lados acabó desgastándome, dejándome exhausta.
Por una parte estaba mi madre, tan sumamente preocupada porque mi hermano y yo nos rebeláramos contra ella por haber sido la que tomó la decisión, que se dedicaba en cuerpo y alma a desprestigiar a mi padre, llegué a cogerle verdadera manía gracias a ella, al principio le eché toda la culpa a él, más tarde se la eché toda a ella, pero nada de eso me afectó verdaderamente, todo eso se vería reducido a cenizas si fuera comparado con la imagen de los ojos rojos y llorosos de mi padre y con su labio tembloroso preguntándome a media voz si creía que mi madre le dejaría volver, era realmente duro darle esperanzas sabiendo la rotunda negación a esa pregunta.

Mi verdadero problema no vino a causa de esto en concreto, sino de algo muy anterior, el hecho de que a todo el mundo a mi alrededor se le llenara la boca adulándome, diciéndome lo madura que era para mi edad y la sensatez que destilaba. No me hagáis reír por favor, pero eso lo pienso ahora, en su momento no adopté  posición mejor que creérmelo, creo que llegué a ser verdaderamente egocéntrica, nunca desprestigié a nadie, me tenía en alta estima, aunque eso jamás me hizo ser mala persona, a lo que me condujo fue a creer que todas las decisiones que tomara serían acertadas, y fue entonces cuando tomé la peor decisión de mi vida.
Esta decisión se basó en consolarme en brazos de una persona que tenía bastante más experiencia que yo, que al igual que un tiburón que huele la sangre, él olía los problemas. Yo estaba enamorada, de la forma que solo se vive la primera vez, con esa necesidad irrefrenable e irracional, con la creencia de la muerte sin el ser amado, era todo muy siglo xvi.
Estaba tan cegada y quería con tanto ahínco alejarme de los problemas de mi familia que me sumergí en una relación tan poco sana que acabé sin identidad, estuvo caracterizada por el chantaje emocional y la manipulación, poco a poco me fui alejando de todo lo que amaba, acabé siendo un leve espejismo de lo que había sido, lo irónico de todo este asunto es que yo me sentía feliz, me consideraba lo bastante sabia como para haber encontrado mi alma gemela, mi compañero eterno y cursiladas por el estilo.
Durante todo ese tiempo apenas pensaba en los problemas de mi casa, aunque seguían estando ahí, mi padre poco a poco mejoraba y era ahora mi madre la  que se iba deprimiendo más y más, básicamente porque pasó de vivir con todas las comodidades a preocuparse por la economía, a aprender verdaderamente a gestionar todos los gastos, y esto la desgastaba, válgame la redundancia.
Pasaron meses y meses y al final, después de mucho tiempo, me agobié hasta tal punto que dejé esa relación corrosiva, el problema, que él no estaba por la labor de aceptarlo, los dos primeros meses me compadecí de él, en realidad porque yo aún no era consciente del papel que había jugado sobre mí, así que hablaba con él todos los días  e intentaba hacer que estuviera mejor, pero al pasar estos dos meses me di cuenta de todo lo que había pasado, mi mejor amigo, que no lo sabía, ya que la relación había sido más bien un secreto, me abrió los ojos y me convenció del punto en el que estaba y por qué me encontraba en él.
Dejé de cogerle las llamadas y de responderle los mensajes, tardó en rendirse, empecé a preocuparme, pero finalmente logré sacarlo de mi vida, aunque esto no significa que yo estuviera bien, todo lo contrario, a pesar de haber sido yo la que puso fin a la relación, el peso de los recuerdos caía sobre mí, pero sobre todo el dolor venía ocasionado porque ya no sabía quién era.
Me había vuelto taciturna, era raro verme dibujar una sonrisa, me levantaba por las mañanas cansada, con los ojos hinchados de tanto llorar, me miraba en el espejo y no me reconocía, me sentía como una extraña, intentaba disimular, aunque en realidad nadie se dio cuenta, supongo que porque fue algo progresivo, y a mí tampoco me gustaba llamar la atención, así que intenté siempre pasar desapercibida.
Me costaba perdonarme, porque había estado tan segura de mí misma que equivocarme a tal grado había supuesto un gran golpe para mí, no tenía ganas de hablar ni de expresar como me sentía, pagaba mi frustración con los demás, especialmente con mi madre, con quien se había tensado la relación, ella merodeaba a mi alrededor buscando explicaciones, aunque yo no se las iba a facilitar, así que poco a poco me volví como mi padre, como mi hermano, solo que yo no sabía mantener una apariencia neutra como ellos, yo estaba enfadada, y en realidad quería que lo supieran, porque no solo estaba enfadada conmigo, asumía mi parte de culpa, pero también estaba enfadada con ellos, porque se habían separado, estaba enfadada con mi madre por no  haberle dado una segunda oportunidad a mi padre, por haberse centrado en su dolor y haber ignorado el mío (involuntariamente, por supuesto), por haber encontrado una nueva pareja y por llorar día y noche. Estaba enfadada con mi padre por no haber cambiado diez años antes cuando mi madre se lo pedía, por no preguntarme cómo me sentía, por no comprenderme, por no compartir mis pasiones e inquietudes, incluso estaba enfadada con mi hermano mayor, que a pesar de estar pasando por lo mismo que yo jamás se sentó conmigo a la mesa y me contó su opinión, ni me preguntó la mía. Estaba siendo muy egoísta, pero en su momento en lo único que podía pensar era en mi dolor, mi rencor, mi ira, mi tristeza, mi soledad…
Demostraba todos estos sentimientos contestándoles mal o limitándome a responder con monosílabos, buscaba continuamente la soledad, pues a pesar de todo lo que tenía en contra de ellos, mi mayor lucha era conmigo misma, y pasé horas y horas analizando cada momento junto a él, cada pequeño detalle, frustrándome más y más, auto flagelándome constantemente, busqué respuestas y no las hallé, ya que todo lo que creía saber de mí misma se había desmoronado.
Al final comprendí que necesitaba tiempo, que esa era la única respuesta que iba a encontrar por el momento, así que me esforcé por sonreír, intenté no obsesionarme tanto con  descubrir cuál era mi verdadera personalidad y me centré en los estudios, empecé a mejorar mis notas, no es que hubieran empeorado notablemente, pero habían bajado, así que me evadí todo lo que pude, teniendo algún que otro brote y no estando realmente bien, aunque debo admitir que fingir felicidad terminó por pegarme algo de ella.
Con el tiempo experimenté algún cambio más en mi vida, mi padre se casó  con una mujer que era realmente buena, le valoraba tal y como era y no exigía más de él, hacían buena pareja, me gustaba ver a mi padre de nuevo feliz, aunque seguía notando su ausencia en mi casa, le veía a menudo así que ese sentimiento de pérdida quedaba prácticamente cubierto.
Mi madre seguía con su pareja, a pesar de haber sido ella la que había tomado la decisión de la ruptura no era realmente feliz, teníamos problemas económicos y esto la derrumbaba, mi madre era fuerte, aunque era más sensible que fuerte, y tenía la torpe costumbre de llorar  delante de mí, ella me quería con todo el corazón, siempre estaba preocupándose por mí, aunque cuando por fin me decidía a decirle cómo me sentía se sentía atacada en cuanto la mencionaba, como si no quisiera oír hablar de que ella podía ser la causante de alguno de mis males, así que con ella seguía sin haber demasiada comunicación, en realidad no solía hablar con nadie de mis sentimientos, había conseguido mejorar por mí misma aunque no aceptar que necesitaba ayuda fue lo que no me permitió recuperarme completamente.
Pero esto cambió el día que conocí a Quetzal, era mi nuevo vecino, tenía ochenta y siete años, un día nos encontramos subiendo la escalera, y en vez de decir hola y preguntar qué tal como la gente corriente me dijo:
¿Por qué estás triste?
La pregunta me cogió desprevenida, hacía bastante tiempo que no había novedades en mi vida, así que en realidad no sabía por qué estaba triste, podría haberle dicho que estaba cansada nada más, pero me vi incapaz de mentirle, por eso le respondí:
No lo sé…
Pues entonces tienes un problema niña. – me dijo sonriendo.
Supongo que sí.- me reí  yo también- pero no puedo evitarlo.
Hay cosas en esta vida que no se pueden evitar niña, pero estar triste no es una de ellas.
Tenía una expresión tan sabia que me imponía un poco responderle, pero a su vez las arrugas alrededor de los ojos lo hacían afable.
¿Por qué no vienes un día a merendar y hablamos más detenidamente de lo que te preocupa?
Yo era muy desconfiada, lo primero que pensé es que iba a secuestrarme, pero después comprendí que era más frágil que una vasija de cristal, así que esa no podía ser su intención, pensé que querría compañía.
Está bien, pasaré esta tarde.-le respondí por fin.
Cuando me abrió la puerta a la tarde me esperaba con café y empanadillas, me encantaban las empanadillas.
Bueno, cuéntame por qué siempre traes esa cara.
Le conté toda mi vida en menos de una hora, me sentía como si hubiera descansado después de mil años vagando en el limbo, fue entonces cuando me respondió:
Niña de lo que me has contado ha pasado ya mucho tiempo, debes aprender a perdonarte y a perdonar a los demás, solo de ese modo podrás volver a sonreír con  sinceridad, el tiempo de luto, de superación, ha finalizado, tienes toda la vida por delante, eres especial, todos lo somos.  Tienes que tomar las riendas de tu vida, las decisiones son difíciles, pero todo aquello que te frena debe ser eliminado, debes descubrirte y aceptarte sin condiciones. Me has contado cuánto te apasiona la filosofía, pues si de verdad quieres ser como todos esos filósofos, debes aprender a apreciar las cosas más sencillas, a agradecer cada mañana un día nuevo, veinticuatro horas más concedidas para que descubras el mundo, para que ames a tus seres queridos sin reservas, aceptando sus errores como ellos han aceptado los tuyos, para que le sonrías a la vida, para que busques tu camino sin descanso, sin cegarte por las cosas banales, por todo aquello que te hizo daño, busca dentro de tu corazón las fuerzas para hacerlo, yo sé que puedes, nunca olvides esto: la felicidad, depende de cada uno de nosotros.
Me conmovió tanto aquel discurso que dos lágrimas recorrían mis mejillas, quería decirle algo pero estaba demasiado conmocionada, nadie nunca me había hablado tan claro, ni me había inspirado tanto. Como vio que no podía hablar se limitó a darme un abrazo y dos palmaditas en la espalda. Me fui a mi casa, no dormí en toda la noche. Estuve yendo a su casa durante meses, nos hicimos muy amigos, yo me estaba esforzando por poner en práctica lo que me había dicho, aunque aún no me sentía liberada.
Una de esas tardes, como cualquier otra llamé a su puerta, me abrió una mujer de mediana edad, con el pelo negro azabache, la piel oscura y los ojos de un marrón brillante, tenía expresión triste, le pregunté si pasaba algo y me respondió que Quetzal había muerto esa noche y ella era su hija.
El mundo se me vino abajo, tuve que sentarme en el suelo, no podía creerlo, entonces ella me sacó una carta, ponía para Ameyaltzin, que más tarde descubrí que era pequeño manantial en maya, la carta decía así:
Me alegro mucho de haberte conocido Ameyaltzin, ha sido un placer ayudarte a que te vieras tal y como eres, espero que una parte de mí siempre siga viva en tu corazón, y recuerda: tu felicidad depende de ti.
Esa noche la pasé llorando, al día siguiente fui a su entierro y al finalizar, decidí hacer una pequeña excursión al campo, conocía un lugar donde no solía haber mucha gente y donde había un arroyo.
Cuando llegué me senté en silencio, escuché los pájaros y el sonido de los árboles, a pesar de la tristeza que me había ocasionado la pérdida de mi amigo, me sentía ligera, sentía que no necesitaba nada más en ese instante, que podría detenerse el tiempo para siempre, porque esa soledad no la necesitaba para culparme por nada, sino para quererme.
Me quité los zapatos y metí los pies dentro del agua, había una corriente ligera que los movía hacia los lados, entonces cerré los ojos, respiré profundamente mientras me caía una lágrima que se deslizó por mi blanca piel hasta rozar la comisura de mis labios, recordé a Quetzal sentado en su mecedora masticando media empanadilla de golpe, tardando media hora en tragársela porque la dentadura se le despegaba, esa idea me hizo sonreír, me hizo sonreír tanto que empecé a reír a carcajadas, no podía parar, me abracé a mi estómago mientras me retorcía de emoción en el suelo, era increíble,  estaba riendo, estaba riendo de verdad, como años atrás, cuando paré seguía con una sonrisa en la boca, no pude más que gritar:
¡Gracias Quetzal!



Marina Lledó
1er Bachillerat