dijous, 29 de maig del 2014

Mi victoria es la mejor amiga de mi muerte


Llevo meses en un coma profundo. No es un coma cualquiera: Soy casi consciente de mis actos, de lo que me rodea y de lo que siento. Casi. A mi alrededor sucede una infinidad de cosas que puedo percibir, pero me son totalmente ajenas. Es como si viese la realidad desde una pantalla. Como si supiese que me hallo dentro de una caverna platónica y que la realidad está más allá, pero no sé salir. Estoy dentro de un laberinto de espejos que reflejan un rostro horrible, demacrado, anestesiado y perdido. 
No sé por qué me siento así, por lo que no sé cómo abrirme paso y salir de aquí. Ahora, lo único que veo es un traje de 600 euros hecho a medida en la típica tiendecita que te encuentras en el centro de la ciudad, en la que Giovanni, un viejo arrugado que con la intención de hacernos creer únicos nos toma medidas a cambio de unos cuantos cientos de euros para proporcionarnos el privilegio de tener algo que no tienen los demás. Tan selecto. Las piernas, formando un perfecto ángulo de 90 grados las cuales acaban en dos mocasines negros. Esos mocasines que quizás llevan más crema de la necesaria, por las prisas de llegar tarde a una reunión imagino. Justo al lado, a menos de 20 centímetros, un maletín de cuero negro. Ni muy grande ni muy pequeño. Seguramente lleno de papeles innecesarios. Si fuera un niño, con su inocencia, pensaría que aquel tipo sería un espía y que en aquel maletín lleva seguramente algún artilugio que le ayudaría a detener al malhechor que intenta llevar el mal a la tierra. Pero no, no soy un niño. Soy ese tipo. Ese reflejo medio borroso en la ventana que llevo analizando desde que me senté en el asiento del metro hace minutos. Exceptuando esas veces que ha pasado un pobre pidiendo alguna limosna por el espectáculo que acababa de hacer, mostrando su arte lleno de vergüenza y desesperación. Lo sigo mirando. Su pelo, perfectamente recortado y lleno de gomina, sin ninguna greña fuera de su lugar que distorsione el equilibrio de elegancia que transportaba indiferente encima de sus hombros. Me fijo más aún. No tiene ninguna cana ¿verdad? Un afortunado. Su cara seria, sobria, no muestra ningún tipo de sentimiento hacia lo que está viviendo. Parece un tipo duro, un ganador. Me mira fijamente sin despegar ni un solo segundo sus ojos de mis pupilas. Perfectamente silencioso me analiza, igual que hacía yo con él. Su mirada inquebrantable no dejaba pasar los juicios de los demás, era invencible, esa seguridad que desprendía era como una bestia capaz de arrasar con cualquiera que se le pusiera por delante sin ningún tipo de miramiento ni ninguna intencionalidad. Era su trabajo. Lucha, pero no puede conmigo. Sé qué siente, sé qué piensa. Sé cómo destruir el muro fortificado que me prohíbe saber cómo es. Sé quién es. Soy yo.
“Próxima parada Passeig de Gràcia, enlace con la línea 2, la línea 5 y cercanías.”
Maldita mujer del metro, siempre despertándome de mis sueños efímeros con su voz tan excesivamente relajada e inhumana que me encolerizaba.
Volví a mirar hacia la ventana, ya no estaba. Se había marchado con el mismo silencio con el que había venido. Tan solo había sido necesario un parpadeo. Clic. Y se fue.
Los pitidos del metro me advertían que me quedaban menos de 5 segundos para aprovechar la oportunidad de bajarme en esa parada. No me iban a dar una segunda oportunidad. Ellos no entendían de segundas oportunidades. No entendían de individualismo. No les intimidaba mi traje de 600 euros. No entendían de estamentos. Solo entendían que en menos de 5 segundos iban a silenciarse para dejar sonar el ruido de las puertas del metro cerrándose. Estaban programados para ello, sin importar que yo necesitara bajar en esa parada. Tan solo 5 segundos y ya había malgastado 2 filosofando.
Me apresuré a salir antes de que esos pitidos enmudecieran. Creo que noté que las puertas hacían que algún mechón de mi pelo se saliera de su riguroso sitio impuesto por cantidades inmundas de gomina. Tomé mi camino después de mirar la hora en mi Rolex dorado. Era la misma que en el reloj de la estación que milésimas de segundo antes había mirado pero debía sacar el oro a relucir. Era más bonita la hora indicada por 20 quilates.
Me acerqué a las escaleras mecánicas, llenas de turistas. Inútiles, para qué engañarnos. ¿Qué necesidad tendrán de ocupar las escaleras enteras? ¿No les enseñaron a ir en fila de pequeños? Como siempre, acabo subiendo gracias a mi inercia por las escaleras normales. Todo hay que decirlo, mi entrenamiento semanal de 9 horas en el gimnasio me permitía subirlas corriendo sin soltar la mínima gota de sudor que pudiera desprestigiar mi traje rebosante de elegancia. Mientras subía me hacía a la idea que como cada día, iba a salir de fondo en alguna foto que estos lobos sedientos de recuerdos con los cuales presumir cuando lleguen a su lugar de origen tomaban con cámaras digitales de una calidad pésima o verdaderas maquinarias faraónicas de la fotografía. Giré hacia la derecha. Me salté el semáforo en rojo. No podía perder tiempo ahora que ya no tenía un horario establecido por un jefe incompetente. Crucé cuatro manzanas y me dispuse a abrir la puerta deseando no cruzarme con cualquier vecino el cual pretenda fingir que le interesa mi vida. Desgraciadamente así fue, y qué casualidad me deparaba en este momento el destino. Se abre el ascensor y dos ojos enormes azules me escanean desde mis mocasines hasta mi sonrisa blanca digna de cualquier Don Juan. Conforme iba subiendo la angustia en su cara iba asomando. De verdad, esa chiquilla me llevó unos meses loco detrás de ella. Ahora Ana era más un trofeo el cual guardas en las mejores de tus vitrinas y limpias de vez en cuando para que continúe recordándote. Tuve ciertos encuentros el año pasado con aquella hija consentida de un matrimonio de viejos empresarios de la zona de Rubí, que se enriquecieron en la posguerra y ahora vivían en un antiguo palacete en la gran ciudad. Fue bonito, no lo niego, pero dentro de mis responsabilidades no entraba aguantar las tonterías de una muchachita de 17 años. La saludé cordialmente, como el caballero que el año pasado Ana suponía que era. No obtuve ninguna respuesta, tan solo una mirada llena de desdén y tristeza. ¿Había un poco de odio? Mi orgullo me hacía pensar que sí. Entré al ascensor y le di al último piso. Miré el móvil para hacer más llevadera la espera hasta la abertura de las puertas de mi cueva personal, a ver si tenía alguna llamada de cualquiera de los acreedores con los que me tenía que reunir mañana. 0. Metí la llave, lentamente, analizando cada movimiento, como si no fuera una cosa que hiciera cada día a la misma hora. Desconecté la alarma: 39877. No se oía nada. Solo el ruido de la pecera que separaba un pequeño muro de mi enorme salón, que le daba un poco de intimidad a la cocina minimalista que cualquier ridículo decorador de interiores con una prepotencia le había llevado a declarar su gusto por los muebles, que no me hacían sentir solo en mi propia casa, mejor que el mío. Ese silencio indicaba que la única mujer que entraba con una regularidad en mi casa con toda la ropa puesta había acabado de limpiar y se había ido a su casa con sus 200 euros semanales que le llegaban para mantener a sus 3 hijos y sus dos perros. Dejé el maletín en la mesa para 12 personas utilizada normalmente por una sola y me dispuse a desnudarme para darme una ducha. Esa agua que caía como lluvia, relajando todos mis músculos de mi cuerpo como cada día. Me saludaba, se sentaba en mi cabeza y se dejaba caer por cada curva de mi cuerpo, saboreándome entero, sin ningún pudor. Me seco, miro a ver si tengo alguna llamada importante, cojo una cerveza y alguna comida hecha que me ha dejado Carmen preparada en la nevera y pongo las noticias. Me siento justo en el centro de mi gigantesco sofá, para que no parezca tan grande ni yo tan solo.
“Nuestras medidas de austeridad ayudarán a una reinversión de capital por medio de los mercados asiáticos.”
-Nos han jodido estos chinos con su dinero especulativo. – Me encanta hablarle a la tele como si me entendiera.
Retiro el plato sucio y me pongo la ropa deportiva para salir a correr mi hora de carrera urbana diaria.
Mi reloj electrónico nuevo me marca que mis pulsaciones son las correctas. Llego a Poble Nou como todos los días. Giro hacia la izquierda por la calle Pamplona y ¿me llevo un puñetazo en el estómago? No sé si es peor la niebla con la que se te llenan los ojos que te impide ver con claridad cualquier próximo ataque, o la falta de aire de mis pulmones que te impide ejercer cualquier intento de ponerte en pie para defenderte de otro golpe del adversario extraño. Consigo tirarlo al suelo con la fuerza de todo mi cuerpo. Sin dudarlo me abalanzo encima de él y empiezo a descargar un recital de golpes en su cara. Empiezo a recuperar el aire y la vista nítida. Es más, los pulmones se me llenan cada vez más de aire, facilitando que mi furia fluya por todo mi cuerpo hasta mis puños. Suelto un último golpe al darme cuenta que suplica por su vida entra llantos de niño pequeño. Me incorporo, respiro hondo y lo miro, sonriendo, disfrutando mi victoria como la mejor de todas. Le pego una patada y continúo con mi carrera diaria. No para de venirme a la mente la cara de ese pobre desgraciado y con ella llega la sensación de satisfacción que me hacía sentirme vivo en ese momento y me hacía olvidarme del dolor de mis nudillos por los disparos enviados a la cara de aquel tipo. En ningún momento me sentía culpable por lo que había hecho, es más, me sentía orgulloso. Era una sensación extraña, un tipo de realización personal que le daba un poco de sentido a mi rutina diaria. Llegué al ascensor y me fije en la pequeña sonrisa que tenía en la cara. Me mire las manos y di un grito. Qué placer. Aquella noche dormí como hacía años que no dormía.
Repetí el mismo procedimiento de girar hacia la izquierda por la calle Pamplona el resto de semana. Buscando emocionado recibir un puñetazo en el estómago, otra victoria y con ella, esa sensación que me llevaba al clímax de la vida, pero nada. Cada vez que giraba y no notaba ningún golpe en mi barriga me frenaba y me entraban ganas de llorar. Eso significaba volver corriendo a 180 pulsaciones a mi vida monótona y aburrida de siempre.
No pasó una semana cuando decidí buscar una solución. Más bien que una solución, decidí buscar otro puñetazo en cualquier parte de mi cuerpo y lo tenía muy claro, si ellos no iban a venir a mí, yo iba a ir a ellos. Durante varias semanas concurrí los peores barrios de Barcelona, llenos de prostitutas que enseñaban sus cuerpos a cambio de que cualquier matrimonio fracasado recurriera a ellas desesperadamente a cambio de unos cuantos papeles de esos que mueven el mundo ahora. Pero yo no, yo era diferente. Iba con traje, con mi reloj dorado, y para mí, lo único que movía mi mundo eran aquellos golpes que hacían diferente mi vida y le daban sentido.
No siempre habían peleas obviamente. Algunos días no encontraba a nadie que quisiera recibir y dar algunos golpes. Algunos días solamente habían cuatro empujones y cinco amenazas. Pero, los días que había eran los días que lloraba de felicidad cuando me acostaba. Quizás también por el dolor, o quizás por la felicidad de sentir aquel dolor. Quizás simplemente por sentir. Aquel sentimiento me llenaba, me absorbía y me hacía olvidarme de lo solo que estaba. Ahora tenía aquel dolor que me hacía compañía día y noche, me acogía entre sus brazos negros y ásperos aunque la sensación era de estar entre algodones. Fantástica, entretenida. Así veía mi vida ahora, realmente diferente, no como un traje hecho a medida, sino diferente sin presumir de ella. No quería compartir mi sentimiento, era mío. Esa vida y esa satisfacción eran solo mías. Yo me había creado ese mundo y yo iba a disfrutar de él.
A los meses de que las peleas se convirtieran en mi vida y de llegar cada noche con la camisa manchada de sangre y después de 3 huesos rotos y 10 cicatrices más, un día que llegué a casa me encontré a Carmen sentada en mi sofá, con una camisa mía entre las manos, mostrándome una mancha de sangre con la intención de que a primera vista me sintiera culpable de lo que estaba haciendo. Me fijé en su mirada, tan triste como atemorizada, con sus peculiares ojos caídos por el cansancio y la edad, acentuada por grandes arrugas que hacían que apenas parecieran los ojos almendrados que debería de haber tenido de joven. Su iris marrón parecía más claro aún por la humedad que se hallaba en ellos. Parpadeaban despacio, cansados, como su mirada.
Entré y dejé mi maletín en la mesa. Tranquilo, esperando sus palabras con parsimonia.
-No sé dónde te estás metiendo, pero, sea donde sea no es bueno.
-Gracias por preocuparte Carmen, pero es un asunto mucho más complejo para que lo entiendas. –Me acerqué y le puse la mano en su hombro para que se relajara, le quite la camisa poco a poco de sus manos y le di un beso en la mejilla- Puedes irte, ya lavo yo esto.
No dijo ninguna palabra, tan solo soltó una lágrima solitaria que bajaba marcando y recorriendo cada arruga de su cara.
No sabéis hasta qué punto las peleas se convirtieron en mi vida entera. Faltaba días al trabajo porque no me podía ni levantar por los golpes. Cojeaba por una operación de una reconstrucción de rodilla que me tuvieron que hacer cuando me la destrozaron dos rumanos en una pelea por haber llamado de todo a sus madres. Me olvidaba de las cosas, quizás por algún golpe o quizás porque me dejaba de interesar y preocupar por mi odiada rutina.
Empecé a pelear con más de uno a la vez. Los golpes eran más intensos, la sensación mayor y cuando ganaba, no os podéis ni imaginar lo que se sentía. Lloraba luchando, a cada puñetazo, a cada grito y a cada mordisco salía una lágrima. Esas lágrimas que me quitaban esa angustia existencial que sentía meses atrás. Esas lágrimas que me indicaban el camino de salida del laberinto de mi rutina. Me cogían la mano cálidamente y me guiaban sonriéndome hacia la salida de ese coma en el que sufría por la monotonía irreparable que tenía antes aferrada a mi vida como cualquier hijo sigue a su padre.
Martes. Llovía muchísimo, pero eso no me impidió salir en busca de mi morfina diaria. Me recorrí las calles de Poble Nou buscando a alguien que le quisiera dar sentido a mi vida. Vagué 2 horas caminando, insultando pero sin ningún resultado. Decidí volver a casa decepcionado, sin ningún moratón más el cual mirar y sentir cada vez que me lo tocara, recordando la emoción vivida la noche anterior. Iluso yo, que pensaba que esa noche iba a volver a casa.
De repente, volviendo con las manos en los bolsillos, me oí un grito que venía de detrás de mí. Me giré y vi a los dos rumanos a los que le pegué una paliza haría unos días con 3 hombres más. Les sonreí y les pregunté qué tal llevaban los golpes que les di, si los habían disfrutado tanto como yo los suyos. Empezaron a chillarme, a decirme que estaba loco. Uno incluso me dijo que me iba a matar. Me reí, tiré mi cigarro y le hundí mi puño en toda su mandíbula. Me puse cara a cara con uno, suponiendo que íbamos a enzarzarnos en una pela pero desconcertado recibí puñetazos por la espalda. Me giré y vi a los 3 amigos de los rumanos dándome golpes, les sonreí, pensando que ellos también querían jugar a sentirse vivos. Entonces empezaron los 5 extranjeros a pegarme sin cesar, notaba los golpes, las ondas que rebotaban en mi piel. Caí al suelo por un golpe en la rodilla operada. Notaba mis músculos desfallecer uno a uno con cada golpe. Me iban dando las buenas noches eternas a cada puñalada. Yo los miraba, como encolerizados descargaban su rabia en mi estómago. Unos con las manos, otros con las piernas. Yo sonreía, todo pasaba a cámara lenta.
Cambiábamos de escenario, ya no estábamos en aquel callejón recogido. Estábamos en mi despacho, con mi jefe repartiendo informes, echando el puro por haber perdido acciones. Luego en mi casa vacía, sin ningún mueble. Pasamos por todos aquellos sitios que me estaban matando por dentro poco a poco, los que reducían mi vida a cuatro horarios, un Rolex y un ático en pleno centro de Barcelona. Vi a Carmen llorando en mi funeral. Vi a Ana, y con ella, abrazándola mi intento de hacer mi vida más interesante aprovechándome de ella. Me vi a mí, en el metro, con mi maletín, sin expresión alguna. Tan vacío todo como la vida que tenía antes. Descubrí que no echaba de menos la vida, que quería su destrucción, acabar con ella como ella estaba acabando conmigo hacía unos meses. La cogía de la cabeza y la aplastaba contra el bordillo de una acera.
Una tos sanguinolenta me llevó de nuevo al callejón. Vi la escena, como si fuera un mero espectador que pasaba por ahí. Vi como moría a manos de 5 inmigrantes resentidos por una derrota.
Lloré, lloré como nunca había llorado nunca. Las lágrimas entraban en mi boca recorriendo la forma de mi sonrisa. Esa sonrisa que me explicaba suavemente al oído que aquella era mi gran victoria. La mejor de todas, la que más beneficio me traía.
Abracé el asesinato de mi vida monótona con tranquilidad, llevándolo conmigo hacia ninguna parte. Indicándole a mi rutina que ella y yo debíamos retirarnos. Mi papel era aquel, destruir al monstruo estético que me asesinaba anímicamente.
Mi gran victoria venía cogida de la mano de mi muerte. Sonriéndome, abrazándome. 

Aitana Gisbert
1er Bachillerat 

dimarts, 27 de maig del 2014

Deshaciendo la escarcha

Te has vuelto dura y fría.
Esa fue la sentencia que hizo mi madre. Estaba preocupada por mí, yo no estaba metida en problemas, no tenía enemigos, no me había hecho miembro de una organización peligrosa ni nada por el estilo, sencillamente había cambiado.
El cambio al que me había sometido no era físicamente perceptible, no me pintaba los labios negros ni llevaba el pelo en la cara, básicamente porque yo no estaba enfadada con el mundo, tal vez con algunos de los miembros que vivían en él, incluida yo misma.
Esta es básicamente mi historia, no esperéis nada trágico, nada fuera de lo común, son, de una forma u otra, los sucesos de la vida de cualquier adolescente.
Mi infancia transcurrió sin ningún hecho fuera de lo común, me crié en una familia donde todo el mundo se quería, nunca me faltó cariño, vivía en mi burbuja de felicidad, ajena a cualquier mal, sin saber siquiera a qué sabían sentimientos como la nostalgia o la tristeza profunda. Siempre estaba pegada a las faldas de mi madre, la adoraba, ella me hacía sentir que todo estaba bien, que no había de qué preocuparse, con mi padre, en cambio, tenía una relación más bien de amigos, con él jugaba y  veía películas, mi padre se había ganado ese papel, porque no sabía reñir, tampoco lo intentaba, supongo que el peor defecto de mi padre siempre fue confiar en que mi madre sabría lo que hacer, en que mi madre nos reñiría, nos consolaría, en fin, en que mi madre haría el trabajo sucio. Él era tremendamente divertido, era un hombre sencillo que se conformaba con las cosas evidentes, no le apasionaba la poesía, ni la ópera, en realidad no sé si le apasionaba algo, porque mi padre no hablaba demasiado, es decir, siempre tenía tema de conversación, pero nunca era sobre lo que sentía o pensaba, mi hermano le debe toda esa herencia.
Por otra parte estaba mi madre, todo lo contrario a mi padre, ella necesitaba decir todo lo que pensaba y sentía, necesitaba decirlo todo, por ínfimo que fuera, era extremadamente sensible y siempre esperó que mi padre diera más de sí, aunque con más de veinte años de matrimonio imagino que algo cambiaría, nunca fue lo suficiente para mantenerles unidos.
Ella estuvo años avisándome de que un día se separarían, yo me reía, aunque nunca dudé de que fuera cierto, ella me lo contaba todo, y eso fue un craso error por su parte, pues después de la separación, ser el paño de lágrimas de ambos lados acabó desgastándome, dejándome exhausta.
Por una parte estaba mi madre, tan sumamente preocupada porque mi hermano y yo nos rebeláramos contra ella por haber sido la que tomó la decisión, que se dedicaba en cuerpo y alma a desprestigiar a mi padre, llegué a cogerle verdadera manía gracias a ella, al principio le eché toda la culpa a él, más tarde se la eché toda a ella, pero nada de eso me afectó verdaderamente, todo eso se vería reducido a cenizas si fuera comparado con la imagen de los ojos rojos y llorosos de mi padre y con su labio tembloroso preguntándome a media voz si creía que mi madre le dejaría volver, era realmente duro darle esperanzas sabiendo la rotunda negación a esa pregunta.

Mi verdadero problema no vino a causa de esto en concreto, sino de algo muy anterior, el hecho de que a todo el mundo a mi alrededor se le llenara la boca adulándome, diciéndome lo madura que era para mi edad y la sensatez que destilaba. No me hagáis reír por favor, pero eso lo pienso ahora, en su momento no adopté  posición mejor que creérmelo, creo que llegué a ser verdaderamente egocéntrica, nunca desprestigié a nadie, me tenía en alta estima, aunque eso jamás me hizo ser mala persona, a lo que me condujo fue a creer que todas las decisiones que tomara serían acertadas, y fue entonces cuando tomé la peor decisión de mi vida.
Esta decisión se basó en consolarme en brazos de una persona que tenía bastante más experiencia que yo, que al igual que un tiburón que huele la sangre, él olía los problemas. Yo estaba enamorada, de la forma que solo se vive la primera vez, con esa necesidad irrefrenable e irracional, con la creencia de la muerte sin el ser amado, era todo muy siglo xvi.
Estaba tan cegada y quería con tanto ahínco alejarme de los problemas de mi familia que me sumergí en una relación tan poco sana que acabé sin identidad, estuvo caracterizada por el chantaje emocional y la manipulación, poco a poco me fui alejando de todo lo que amaba, acabé siendo un leve espejismo de lo que había sido, lo irónico de todo este asunto es que yo me sentía feliz, me consideraba lo bastante sabia como para haber encontrado mi alma gemela, mi compañero eterno y cursiladas por el estilo.
Durante todo ese tiempo apenas pensaba en los problemas de mi casa, aunque seguían estando ahí, mi padre poco a poco mejoraba y era ahora mi madre la  que se iba deprimiendo más y más, básicamente porque pasó de vivir con todas las comodidades a preocuparse por la economía, a aprender verdaderamente a gestionar todos los gastos, y esto la desgastaba, válgame la redundancia.
Pasaron meses y meses y al final, después de mucho tiempo, me agobié hasta tal punto que dejé esa relación corrosiva, el problema, que él no estaba por la labor de aceptarlo, los dos primeros meses me compadecí de él, en realidad porque yo aún no era consciente del papel que había jugado sobre mí, así que hablaba con él todos los días  e intentaba hacer que estuviera mejor, pero al pasar estos dos meses me di cuenta de todo lo que había pasado, mi mejor amigo, que no lo sabía, ya que la relación había sido más bien un secreto, me abrió los ojos y me convenció del punto en el que estaba y por qué me encontraba en él.
Dejé de cogerle las llamadas y de responderle los mensajes, tardó en rendirse, empecé a preocuparme, pero finalmente logré sacarlo de mi vida, aunque esto no significa que yo estuviera bien, todo lo contrario, a pesar de haber sido yo la que puso fin a la relación, el peso de los recuerdos caía sobre mí, pero sobre todo el dolor venía ocasionado porque ya no sabía quién era.
Me había vuelto taciturna, era raro verme dibujar una sonrisa, me levantaba por las mañanas cansada, con los ojos hinchados de tanto llorar, me miraba en el espejo y no me reconocía, me sentía como una extraña, intentaba disimular, aunque en realidad nadie se dio cuenta, supongo que porque fue algo progresivo, y a mí tampoco me gustaba llamar la atención, así que intenté siempre pasar desapercibida.
Me costaba perdonarme, porque había estado tan segura de mí misma que equivocarme a tal grado había supuesto un gran golpe para mí, no tenía ganas de hablar ni de expresar como me sentía, pagaba mi frustración con los demás, especialmente con mi madre, con quien se había tensado la relación, ella merodeaba a mi alrededor buscando explicaciones, aunque yo no se las iba a facilitar, así que poco a poco me volví como mi padre, como mi hermano, solo que yo no sabía mantener una apariencia neutra como ellos, yo estaba enfadada, y en realidad quería que lo supieran, porque no solo estaba enfadada conmigo, asumía mi parte de culpa, pero también estaba enfadada con ellos, porque se habían separado, estaba enfadada con mi madre por no  haberle dado una segunda oportunidad a mi padre, por haberse centrado en su dolor y haber ignorado el mío (involuntariamente, por supuesto), por haber encontrado una nueva pareja y por llorar día y noche. Estaba enfadada con mi padre por no haber cambiado diez años antes cuando mi madre se lo pedía, por no preguntarme cómo me sentía, por no comprenderme, por no compartir mis pasiones e inquietudes, incluso estaba enfadada con mi hermano mayor, que a pesar de estar pasando por lo mismo que yo jamás se sentó conmigo a la mesa y me contó su opinión, ni me preguntó la mía. Estaba siendo muy egoísta, pero en su momento en lo único que podía pensar era en mi dolor, mi rencor, mi ira, mi tristeza, mi soledad…
Demostraba todos estos sentimientos contestándoles mal o limitándome a responder con monosílabos, buscaba continuamente la soledad, pues a pesar de todo lo que tenía en contra de ellos, mi mayor lucha era conmigo misma, y pasé horas y horas analizando cada momento junto a él, cada pequeño detalle, frustrándome más y más, auto flagelándome constantemente, busqué respuestas y no las hallé, ya que todo lo que creía saber de mí misma se había desmoronado.
Al final comprendí que necesitaba tiempo, que esa era la única respuesta que iba a encontrar por el momento, así que me esforcé por sonreír, intenté no obsesionarme tanto con  descubrir cuál era mi verdadera personalidad y me centré en los estudios, empecé a mejorar mis notas, no es que hubieran empeorado notablemente, pero habían bajado, así que me evadí todo lo que pude, teniendo algún que otro brote y no estando realmente bien, aunque debo admitir que fingir felicidad terminó por pegarme algo de ella.
Con el tiempo experimenté algún cambio más en mi vida, mi padre se casó  con una mujer que era realmente buena, le valoraba tal y como era y no exigía más de él, hacían buena pareja, me gustaba ver a mi padre de nuevo feliz, aunque seguía notando su ausencia en mi casa, le veía a menudo así que ese sentimiento de pérdida quedaba prácticamente cubierto.
Mi madre seguía con su pareja, a pesar de haber sido ella la que había tomado la decisión de la ruptura no era realmente feliz, teníamos problemas económicos y esto la derrumbaba, mi madre era fuerte, aunque era más sensible que fuerte, y tenía la torpe costumbre de llorar  delante de mí, ella me quería con todo el corazón, siempre estaba preocupándose por mí, aunque cuando por fin me decidía a decirle cómo me sentía se sentía atacada en cuanto la mencionaba, como si no quisiera oír hablar de que ella podía ser la causante de alguno de mis males, así que con ella seguía sin haber demasiada comunicación, en realidad no solía hablar con nadie de mis sentimientos, había conseguido mejorar por mí misma aunque no aceptar que necesitaba ayuda fue lo que no me permitió recuperarme completamente.
Pero esto cambió el día que conocí a Quetzal, era mi nuevo vecino, tenía ochenta y siete años, un día nos encontramos subiendo la escalera, y en vez de decir hola y preguntar qué tal como la gente corriente me dijo:
¿Por qué estás triste?
La pregunta me cogió desprevenida, hacía bastante tiempo que no había novedades en mi vida, así que en realidad no sabía por qué estaba triste, podría haberle dicho que estaba cansada nada más, pero me vi incapaz de mentirle, por eso le respondí:
No lo sé…
Pues entonces tienes un problema niña. – me dijo sonriendo.
Supongo que sí.- me reí  yo también- pero no puedo evitarlo.
Hay cosas en esta vida que no se pueden evitar niña, pero estar triste no es una de ellas.
Tenía una expresión tan sabia que me imponía un poco responderle, pero a su vez las arrugas alrededor de los ojos lo hacían afable.
¿Por qué no vienes un día a merendar y hablamos más detenidamente de lo que te preocupa?
Yo era muy desconfiada, lo primero que pensé es que iba a secuestrarme, pero después comprendí que era más frágil que una vasija de cristal, así que esa no podía ser su intención, pensé que querría compañía.
Está bien, pasaré esta tarde.-le respondí por fin.
Cuando me abrió la puerta a la tarde me esperaba con café y empanadillas, me encantaban las empanadillas.
Bueno, cuéntame por qué siempre traes esa cara.
Le conté toda mi vida en menos de una hora, me sentía como si hubiera descansado después de mil años vagando en el limbo, fue entonces cuando me respondió:
Niña de lo que me has contado ha pasado ya mucho tiempo, debes aprender a perdonarte y a perdonar a los demás, solo de ese modo podrás volver a sonreír con  sinceridad, el tiempo de luto, de superación, ha finalizado, tienes toda la vida por delante, eres especial, todos lo somos.  Tienes que tomar las riendas de tu vida, las decisiones son difíciles, pero todo aquello que te frena debe ser eliminado, debes descubrirte y aceptarte sin condiciones. Me has contado cuánto te apasiona la filosofía, pues si de verdad quieres ser como todos esos filósofos, debes aprender a apreciar las cosas más sencillas, a agradecer cada mañana un día nuevo, veinticuatro horas más concedidas para que descubras el mundo, para que ames a tus seres queridos sin reservas, aceptando sus errores como ellos han aceptado los tuyos, para que le sonrías a la vida, para que busques tu camino sin descanso, sin cegarte por las cosas banales, por todo aquello que te hizo daño, busca dentro de tu corazón las fuerzas para hacerlo, yo sé que puedes, nunca olvides esto: la felicidad, depende de cada uno de nosotros.
Me conmovió tanto aquel discurso que dos lágrimas recorrían mis mejillas, quería decirle algo pero estaba demasiado conmocionada, nadie nunca me había hablado tan claro, ni me había inspirado tanto. Como vio que no podía hablar se limitó a darme un abrazo y dos palmaditas en la espalda. Me fui a mi casa, no dormí en toda la noche. Estuve yendo a su casa durante meses, nos hicimos muy amigos, yo me estaba esforzando por poner en práctica lo que me había dicho, aunque aún no me sentía liberada.
Una de esas tardes, como cualquier otra llamé a su puerta, me abrió una mujer de mediana edad, con el pelo negro azabache, la piel oscura y los ojos de un marrón brillante, tenía expresión triste, le pregunté si pasaba algo y me respondió que Quetzal había muerto esa noche y ella era su hija.
El mundo se me vino abajo, tuve que sentarme en el suelo, no podía creerlo, entonces ella me sacó una carta, ponía para Ameyaltzin, que más tarde descubrí que era pequeño manantial en maya, la carta decía así:
Me alegro mucho de haberte conocido Ameyaltzin, ha sido un placer ayudarte a que te vieras tal y como eres, espero que una parte de mí siempre siga viva en tu corazón, y recuerda: tu felicidad depende de ti.
Esa noche la pasé llorando, al día siguiente fui a su entierro y al finalizar, decidí hacer una pequeña excursión al campo, conocía un lugar donde no solía haber mucha gente y donde había un arroyo.
Cuando llegué me senté en silencio, escuché los pájaros y el sonido de los árboles, a pesar de la tristeza que me había ocasionado la pérdida de mi amigo, me sentía ligera, sentía que no necesitaba nada más en ese instante, que podría detenerse el tiempo para siempre, porque esa soledad no la necesitaba para culparme por nada, sino para quererme.
Me quité los zapatos y metí los pies dentro del agua, había una corriente ligera que los movía hacia los lados, entonces cerré los ojos, respiré profundamente mientras me caía una lágrima que se deslizó por mi blanca piel hasta rozar la comisura de mis labios, recordé a Quetzal sentado en su mecedora masticando media empanadilla de golpe, tardando media hora en tragársela porque la dentadura se le despegaba, esa idea me hizo sonreír, me hizo sonreír tanto que empecé a reír a carcajadas, no podía parar, me abracé a mi estómago mientras me retorcía de emoción en el suelo, era increíble,  estaba riendo, estaba riendo de verdad, como años atrás, cuando paré seguía con una sonrisa en la boca, no pude más que gritar:
¡Gracias Quetzal!



Marina Lledó
1er Bachillerat

divendres, 23 de maig del 2014

Sueño y realidad

Los sueños son prolongaciones de nuestra realidad que materializamos en nuestra mente, convirtiendolos en una nueva realidad”
Me desperté, como cualquier otro día normal, siempre con tantas pocas ganas de ponerme de pie como siempre. Cerré los ojos un instante y deseé que fuera un día distinto de los demás; como en mis sueños, aventuras fantásticas, donde no fuera levantarme e ir a clases, dentro del orfanato, saliendo como muy lejos de este antro al patio exterior.
Al final, me levanté. Saqué de un cajón de la cómoda una toalla y me metí en el baño a ducharme. Al salir de la ducha, me acerque a la pila, me lavé los dientes y me afeité. Aunque solo tengo 17 años, la barba ya me crece lo suficiente como para tener la necesidad de afeitármela. Me llegaba hasta las patillas, donde empezaba a nacer mi pelo. Llevo el pelo corto, aunque por arriba es un poco más largo, y mis rizos hacen acto de presencia, y aunque ya soy castaño, esas greñas rubias que sobreviven tras cambiar tu tono del pelo al hacerte mayor. Peinarse no es lo mío, pero como llevo el pelo corto, no lo necesito.
Cuando acabé salí a mi habitación. Estaba solo, a mi compañero anterior lo adoptó una familia hará 2 meses, y aun no me han metido a nadie dentro. En verdad estoy mejor, solo, con mi silencio. Me vestí. En el orfanato vamos uniformados, pantalones negros, una camisa y corbata gris. Me puse los pantalones, y al ponerme la camisa, me di cuenta que si crezco más, cosa que no creo porque en mis últimas revisiones con la enfermera, mi altura no ha pasado de 1’70, o no dejo de hacer deporte, se me quedará tan pequeña que al ponerla se rasgará y me tocara pedir otra. Me gusta el deporte, sobre todo correr por el patio exterior, con un reproductor de música a los oídos. Yo solo, corriendo, con mi música, mi forma de evadirme. No nos permiten tener aparatos electrónicos como reproductores de música MP3 o móviles. Solo tenemos unos aparatos del tamaño de un mando de televisión con forma de muñequera, por los cuales nos mandan avisos desde control y tenemos una agenda personal para apuntar y revisar nuestras tareas. El MP3 me lo dio…
  • ¡Buenos días, Noé! – abrió la puerta de golpe.
  • Buenos días Gladis. – le conteste -Ahora te paso la ropa sucia.
Gladis, la lavandera, planchadora, sastre, y todo lo que tenga que ver con ropa. Una mujer en quien puedo confiar. La mujer que me regalo a escondidas el MP3. Dentro del orfanato es como mi madre. Ella me conoce como si me hubiera parido, pero es complicado porque es mayor y se asemejaría más a mi abuela, bajita y regordeta, con las piernas cortas. Por eso lleva un tupé en el pelo, para parecer más alta.
  • ¿Qué? ¿Qué has soñado hoy, algo interesante? – me preguntó.
  • He vuelto a tener el sueño
  • -¿Otra vez?
  • Si. - y comencé a explicarme – Era el día de la revisión cerebral, una revisión habitual en la que te hacían un escáner cerebral para ver si había alguna anomalía, y parecía una revisión como cualquier otro año, pero este año era diferente, el ambiente en el orfanato era distante, la gente no hablaba, había un silencio perturbador y yo cada vez estaba más y más nervioso, hasta que me llego un mensaje a la muñequera. Tenía que reunirme con un médico en mi habitación que me acompañaría a la revisión. Cuando llegue a la habitación solo recuerdo ver al médico con una pistola eléctrica y todo se nubló. Al volver en mí, estaba en una sala totalmente blanca, tumbado sobre una cama donde me retenían pies y brazos. Encima de mí un foco me iluminaba hasta el punto de molestarme. Escucho ruidos y veo sombras a mí alrededor. Una de ellas dice: “Vamos a comenzar con la extracción”. Tras esto me conectan algo a la cabeza, y me noto un pinchazo en la nuca. Empiezo a sudar, y el corazón me palpita tan rápido que parece que vaya a sacarlo de mi cuerpo. Deseaba poder soltarme, y entonces, de mí sale una fuerza sobrehumana que rompe las correas. Me levanto y pego un pisotón, que hace que todas esas sombras que había a mí alrededor se desplomaran ante mí. Salgo corriendo por la puerta que había, y hay un pasillo blanco, sigo corriendo, traspasando puertas, y lo que había tras ellas eran nuevos pasillos blancos. Tras pasar el cuarto, había una fila de gente vestida de blanco, apuntándome con armas de fuego. Disparan. Yo no deseo morir, y me protegí con las manos. De mis manos salieron una ráfaga de fuego que deshizo las balas a su paso y quemó a los hombres de blanco, haciéndolos correr. Salí corriendo y llegué al orfanato. La gente se giró y me miró fijamente. Yo seguí corriendo y la gente comenzó a perseguirme, entonces…
De repente sonó mi muñequera, que estaba en la mesa. La cogí. Tenía 2 avisos, el primero decía: clase de matemáticas a las 08:00. Quedaban 5 minutos para que sonara el timbre. Pasé al segundo aviso: revisión cerebral a las 09:30, preséntese en su habitación a la hora programada, un auxiliar de la zona de medicina le llevará a su revisión
Me mareé, y me deje caer sobre la pared lentamente. Me puse a temblar. Cerré los ojos y me pellizqué, deseando despertarme de otro terrible sueño, pero no. Gladis me miró pálida. Ella también había leído mi muñequera. Tras esto miro la suya. Quedaban 2 minutos para que fueran las 8, me ayudó a levantarme del suelo. Me dijo que no me preocupara, que solo eran sueños y que no tenía que ocurrir nada horrible hoy. Tras esto me dijo que tenía que estar a las 8 en lavandería y que se iba ya. Me dio un beso en la frente y siguió con su rutina.
Yo cogí la bolsa y salí corriendo a clase. Tenía que estar sentado en clase antes de que sonara el timbre. Baje corriendo las escaleras hasta la primera planta y llegué al aula. Me senté y sonó el timbre. Entró el profesor. Los demás estaban muy serios, demasiado serios. La clase fue muy aburrida, y los demás con sus caras serias, con los ojos medio cerrados, con una cara similar a cuando tienes sueño y no has dormido. Pero lo que tenían no era falta de sueño, era otra cosa, no sabía bien lo que era, pero me perturbaba. Esto hacia acrecentar mis nervios. A las 09:30 tenía la revisión y no podía pensar en otra cosa. Hoy no estaba yo con ganas de atender a matemáticas, y miraba fijamente a un infinito de la pizarra, mientras pensaba en la revisión.
Tocó el timbre, y mis nervios iban a más. Me levanté como todos y mis nervios me llevaron a andar rápido hacia el aula 12, donde me tocaba filosofía. Me percaté de que el resto de mis compañeros iban como zombis hacia clase: en silencio, cabizbajos, con la mirada distante, en fila. Era todo muy extraño. Cuando entró el profesor a clase me acerqué a decirle que tenía que salir a la revisión, pero antes de que pudiera soltar palabra, dijo: “Tienes que salir a las cero nueve veinticinco para hacerte la revisión cerebral”. Asustado cada vez más, me senté y estuve mirando el reloj, viendo pasar el tiempo, dándole vueltas al sueño, a las palabras de Gladis, a la actitud del resto de compañeros, a las palabras del profesor… no cuadraba nada. Todo se asemejaba al sueño, pero no era igual, era un sueño.
De repente la muñequera del profesor se iluminó. La miró, paró la clase y me dijo que ya podía salir de clase. Mis piernas comenzaron a temblar, la tensión se notaba en el ambiente. Me levanté y recogí mis cosas. La clase no continuaba, el resto de compañeros me miraba. Me sentía observado. Yendo hacia la puerta tropecé con una mesa y me caí. Nadie se inmutó, ni un gesto de preocupación, nada. Salí por la puerta y fui lentamente dirección a mi habitación.
Las escaleras se volvían infinitas, subir hasta la tercera planta, me era imposible. Estaba temblando, cada vez más. Yo deseaba que fuera un día distinto, pero no de esta manera. A lo mejor el sueño me está jugando una mala pasada y no va a ocurrir nada distinto, pero la actitud de la gente me preocupaba tanto que no podía creer que iba a ser un día como cualquier otro.
Ya había llegado a la tercera planta cuando desde el fondo del pasillo donde acababan las escaleras ya veía entreabierta la puerta de mi habitación, el auxiliar de la zona de medicina ya estaba esperando para llevarme a la revisión. Me acerqué, aunque no quería llegar a mi habitación, e inconscientemente iba a paso de tortuga. El silencio provocaba que se escuchara el ruido de mis pasos, y el auxiliar se percató de ello, ya que vi movimiento en su sombra.
Llegué a la habitación y el auxiliar tocaba un aparato electrónico, similar a mi muñequera, pero con el tamaño de un libro. Era un hombre, joven, rubio alto, vestido con una bata blanca, pantalones blancos y unos zapatos blancos con rayas grises. Cuando me vio, el auxiliar apagó el aparato y me dijo:
  • Buenos días. Soy el auxiliar Nº 085. Te acompañaré al área de medicina y te llevaré hasta la consulta donde se realizará el examen cerebral. Por favor, sígame.
  • Vale.
Me calmé un poco, no estaba del todo despreocupado, pero ya no estaba ocurriendo como el sueño. Seguí al hombre hasta la planta baja, y salimos al patio exterior, el lugar por donde me gustaba correr. Había muchos árboles y ahora en época otoñal las hojas de color dorado cubrían el césped. El muro alto que cerraba el complejo hacia que el paisaje fuera un tanto triste, ya que no podíamos ver el exterior, pero los colores de la naturaleza del interior del orfanato, unos cuantos bancos y un par de farolas alrededor del orfanato hacían que el muro no fuera un problema. Al lado del orfanato había un edificio blanco, a bloques, alto, dentro del muro. Ese era el edificio médico a donde yo me dirigía.
Entramos por la puerta y había una sala con sillones blancos, totalmente vacía. El auxiliar dijo que íbamos hacia la derecha, donde comenzaba un pasillo. Antes de dirigirme hacia allí vi como la puerta que había a la izquierda se comenzaba a abrir, pero no era algo que me preocupara. Ahora mismo lo que me provocaba temores era que el pasillo donde nos encontrábamos era igual a todos los pasillos que cruzaba en el sueño, blancos y con una puerta al final. De repente noté que alguien me seguía, y al girarme, una persona me pinchó con una jeringuilla en el cuello.
Me desperté. Mi cabeza daba vueltas y me sentía mareado. Estaba tumbado en una habitación blanca, iluminada por unos focos pequeños que esparcían la luz por la habitación. Encima de mí había un gran foco que me cubría a mí por completo. No entendía nada. Trate de levantarme y… ¡Tenía pies y manos atadas con correas! Era como el sueño, no podía moverme, y estaba comenzando a sudar. Me puse a gritar para ver si alguien me escuchaba, pero no recibía respuesta.
De repente, escuché abrirse una puerta, y entrar gente. Cada vez sudaba más, y la gente murmuraba cosas. No lo lograba comprender todo; “… creemos que no conoce su poder…”, “… los sueños son la fuente…”, “… cerebro…”, “… él ya puede haber soñado esta situación…”, “… actuad con cautela…”.
El miedo comenzaba a apoderarse de mí, el sueño se estaba haciendo realidad. Entonces un hombre se puso a hablar, y lo escuchaba con claridad:
  • El chico es especial, tiene control sobre sus sueños, pero desconocemos qué puede hacer con su poder en estado consciente. El orfanato es una tapadera para que su poder no surja, y para poder controlarlo y poder quitárselo para analizarlo. Este tipo de personas deben desprenderse de su poder porque pueden ser peligrosas. Creemos que sus sueños interactúan con la realidad pasada y futura. Por ello creemos que ha soñado con una situación similar a la que está viviendo en estos momentos, pero desconocemos con qué tipo de poder haría frente a la situación. Por ello, estad todos atentos y dad comienzo a la extracción de su cerebro.
Empecé a escuchar ruidos de máquinas moviéndose. Personas alrededor de mí se vestían con batas blancas. Yo no quería morir, me iban a extraer el cerebro. Entonces pensé que esos poderes de los que hablaba el hombre podía utilizarlos. Trate de soltarme, pero no tenía fuerza. Me caía una lágrima, se acercaba mi final. Yo deseaba vivir, y conocer los secretos que escondía mi vida.
Entonces, como pasó en el sueño, una fuerza extraordinaria se apoderó de mí y me liberó de las correas que me oprimían. La gente se alteró y un par de personas me apuntaban con pistolas. “Cálmate” me decían, “Solo es una revisión”. Pero yo ya lo había escuchado todo, lo había soñado, y sabía qué me querían hacer. Entonces puse la mano hacia delante, y ellos dispararon. De mi mano salió una ráfaga de aire que hizo que las balas cayeran al suelo, y la gente que se encontraba delante quedó inconsciente tras haberlos estampado contra la pared.
Salí corriendo por la puerta, y comenzaron los pasillos blancos infinitos. Una alarma comenzó a sonar y en megafonía se escuchaba: “Alerta nivel 5, sujeto Noé Demant en búsqueda, permisos de utilizar armas contra el sujeto admitidas, actuad sin discreción”. La frase se repetía una y otra vez, sin parar mientras yo corría. En el cuarto pasillo había unas escaleras y un cartel donde ponía P3. Tenía que bajar tres plantas para salir de aquí. Bajando por las escaleras, 4 hombres de blanco con pistolas eléctricas me obstaculizaron el paso. Dispararon, pero un muro de fuerza bloqueó las puntas eléctricas que rebotaron en su contra, derribándolos. Seguí corriendo y al llegar a la planta baja, vi la puerta que conducía al patio exterior.
Me acerqué para salir, pero estaba bloqueada. Entonces me armé de valor y arremetí contra ella. Hice un agujero en la pared. Ya me encontraba en el patio exterior, la gente me buscaba, y cuando me vieron comenzaron a perseguirme. Corrí por el muro buscando una puerta, la gente venía detrás de mí y alguien me rozaba. Le aparté con la mano, y cuando me gire para ver si aún me seguía, me percaté de que había congelado a toda la gente que había tras de mí. Entonces vi una puerta en el muro no muy lejos de donde me encontraba, y corrí hacia ella.
Abrí la puerta de un empujón y al salir, había un ejército de personas que no acababan, vestidos de negro, apuntándome con miles de pistolas, y helicópteros iluminándome. La puerta se cerró tras de mí. Entonces, uno de los hombres de negro se me acercó y dijo:
  • Eres diferente, tus semejantes son peligrosos, y tú también. Controlas los sueños, y sabes el futuro por ellos, puedes modificarlos, y tratar de cambiarlos, y hacer de ellos una realidad. Pero son peligrosos, ya que lo que veas será una realidad, un tanto distinta, pero real, porque así lo has soñado. Por ello, tus sueños se hacen realidad, perjudicando a quien sea, y para protegernos, debes ser eliminado.
Debes ser eliminado”, esas palabras resonaron en mi cabeza un instante, entonces, todos los presentes apuntaron hacia mí con sus pistolas, y recordé que no le conté todo el sueño a Gladis. Yo ya lo había soñado. Yo ya estaba muerto.

 Sergio Fernández García  
 1º BAT D

La importancia de las lenguas clásicas

Todo ocurrió hace algo más de dos años. Era, recuerdo, una noche calurosa de verano. Era ya tarde y mi primera mujer me dio las buenas noches. Nunca más volvería a oír su voz. Cuando desperté a la mañana siguiente, noté un olor muy extraño en mi habitación. Me incorporé en la cama y al ponerme las zapatillas la vi allí, tirada en el suelo, boca arriba. Los médicos hicieron todo lo que estaba en sus manos, pero lamentablemente, no fue suficiente y Eva, que así se llamaba, falleció.
Dejadme que os explique porqué os he contado este terrible suceso.

Al año de la muerte de mi esposa, yo estaba intentando rehacer mi vida con otra mujer. Lola era pálida como la nieve, sus ojos azules como el cielo,  algo delgada y con un cabello largo y negro como el carbón. Siempre vestía con mucho estilo, a la última moda, y caminaba contorneándose como si fuera una auténtica modelo; Estaba constantemente de buen humor y tenía preparada a todo momento una sonrisa en la boca. Todo el que la conocía se paraba a saludarla y a conversar con ella. Nunca conocí a nadie tan simpática como Lola.

Nos fuimos conociendo durante un tiempo más íntimamente y tras una larga espera decidimos casarnos. Ese día fue igual o mejor que mi primera boda con mi primera mujer Eva, que en paz descanse.
Todo iba a pedir de boca, los dos éramos felices y nuestras familias también (especialmente la mía, ya que Lola no era precisamente una chica sin recursos y escasa de dinero). En fin, esto era un cuento de hadas, lo que todas las parejas imaginan románticamente.

Nos fuimos de luna de miel a Grecia. Recuerdo que fue un viaje inolvidable. Nada más llegar al suelo heleno lo primero que nos encontramos fue un paisaje seco y rocoso. 

Atenas estaba llena de tiendecillas de souvenirs y en aquella época de primavera plagada de turistas. Paseábamos las tardes por el barrio de Plaka con la visión de la Acrópolis a lo lejos. Era una estampa que jamás olvidaré. A Lola también le va a costar olvidar este viaje, ya que a ella, no os lo había dicho antes, le chifla la historia.
Pero a la vuelta a casa empezaron a pasar cosas muy extrañas. Ya en el vuelo sucedió que a una de las azafatas perdió el conocimiento, se cayó al suelo del avión inconsciente y empezó a proferir palabras sin sentido en latín.

No le di más importancia, ya que anécdotas como esta pasan frecuentemente en todos sitios. De hecho fue la primera situación complicada que viví con Lola y he de decir que la superé con nota, ya que en aquella situación, digamos embarazosa, nosotros no nos alarmamos, como hicieron histéricamente el resto de pasajeros, sino que seguimos besándonos y nos abrazamos sin prestar demasiada atención a lo que ocurría a nuestro alrededor. Enamorados como estábamos nos habría dado todo igual. Sería una buena forma de morir, pensé incluso.

Cuando aterrizamos, allí estaban nuestras respectivas familias para recogernos y preguntarnos por el viaje. Cuando vieron que una ambulancia se llevaba a una de las azafatas nos preguntaron sobre el suceso. Nosotros se lo explicamos con la mayor naturalidad del mundo y mi madre comentó entonces algo preocupada que curiosamente le había sucedido a ella días atrás algo similar. Todo me recordó entonces a la misteriosa muerte de mi primera mujer.  Aunque soy muy supersticioso, comprendí que se trataba de algo que tenía seguramente alguna explicación o que se debía probablemente a una simple coincidencia y nada más.
A la noche siguiente, a Lola le empezaron a dar unos espasmos que no eran nada normales, así que decidimos ir a urgencias a ver que nos decían los médicos del hospital.

El médico que la atendió le hizo rápidamente una radiografía y un electrocardiograma y todo le salió normal, así que nos dijo que le mandarían una carta con la hora y el día que tenían que volver para realizarle más pruebas.
Lola empezó por aquel entonces a preguntarse si había sido una buena idea casarse conmigo. Asociaba las desgracias pasadas y los extraños sucesos a algún tipo de gafe mío. Yo intenté tranquilizarle, quitarle importancia al asunto, pero reconozco que también me puse algo nervioso y empecé a preguntarme a su vez si tal vez Eva se había casado conmigo por lástima. Y fue así como de divinizada que la tenía en mi visión platónica, con el paso del tiempo, la fui aborreciendo poco a poco. Sus ronquidos nocturnos y sus ventosidades exageradas me sacaban de quicio.  Sudaba y producía un hedor insoportable. Cualquiera diría que estaba  endemoniada.

Se lo comenté entonces algo avergonzado a mi madre; pero para aquel entonces ella ya no podía ayudarme. No supe bien qué ocurrió tras nuestro viaje. La cuestión es que un día apareció tendida en la cocina sin vida. Había abierto el gas y cerrado todas las ventanas para morir asfixiada. Cuando yo abrí la puerta - fueron los vecinos los que me alertaron al no verla durante días-, la visión que encontré fue horrible. Los fantasmas del pasado volvían.

Le di la noticia a mi amada Lola y ella se empezó a preguntar en voz baja (aunque yo le escuché) “¿con qué tipo de persona me he casado?, ¿qué he hecho mal en la vida para hacer estas elecciones tan desastrosas?, ¿en qué estaba pensando cuando dije que sí que me quería casar con este hombre tan insensible?” Imagino que ella atribuía la muerte de mi madre a la depresión que le había causado sentirme tan ausente todo este tiempo. Yo, a su vez, empecé a pensar que el destino me estaba jugando una mala pasada. Pero tal vez la ciencia podía poner remedio, así que le contratar los servicios de un psicólogo, o un experto mediador que solucionara nuestra crisis matrimonial. También le recomendé visitara al endocrino. Ella reaccionó mal. Aún me duele el golpe que me dio con la sartén.  Según ella la estaba llamando indirectamente loca, gorda y asquerosa.

Ya no soportaba más esta situación. Pero como tampoco sabía bien a dónde acudir, - por aquellos días mi amigo más íntimo, Juan, con quien compartía problemas domésticos y laborales, casualmente se había muerto en un accidente de montaña, despeñándose desde lo alto de una roca donde practicaba ráfting- decidí apechugar y darle otra oportunidad a  lo nuestro.
Un buen día, después de desayunar en la terraza, la tomé por el brazo, la senté enfrente de mi hamaca y le dije muy serio: “Lola, siéntate, tenemos que hablar”. Ella me miró con indiferencia, tras lo que añadió un seco: “vale” y un terrible mal olor de su boca llegó a mis narices. Contuve la respiración, y aguantando un vómito, acerté a decirle: 

Cariño, supongo que sabes porqué no he ido hoy al trabajo, ¿no?.”
-Pues…l a verdad es que no lo sé, contestó.
- Quiero que sepas que he dejado apartado todos los nefastos episodios que nos han ocurrido últimamente y estoy dispuesto a empezar de nuevo.
-  No hay nada que hablar; tú crees que estoy endemoniada o algo semejante y a mí no me gusta que me traten así.
-  Eso es lo que te quiero decir, que quiero hacer borrón y cuenta nueva, y dejar atrás todas las malas experiencias y malos rollos que hemos tenido desde que volvimos de Atenas.
- Ya, ya, no sé si es demasiado tarde... pero parece mentira que en los tiempos en los que estamos haya gente que siga creyendo en cosas como el destino y los espíritus.. porque yo ni estoy enferma ni estoy poseída, ¿sabes?
- Que sí, cari, entonces… ¿todo arreglado?
- Dejémoslo en un sí.

Así acabó mi charla con Lola aquella mañana. Yo regresé al trabajo mientras ella acababa de pasarse la cera. Desde aquel día, milagrosamente, Eva volvió a ser la chica de antes, la simpática, alegre, siempre sonriente que yo había conocido años atrás en el entierro de mi primera mujer. Eso sí, dejando el tema de la edad a parte, ya que se podría decir que le castigó bastante.

Todo transcurría con normalidad. Hasta que un día sucedió algo sorprendente de nuevo.  Al volver de hacer la compra, entré en el salón y vi a Lola sobre la mesa, con los ojos blancos, girando sobre su órbita. Grité y fui a su lado. Estaba helada como el mármol y sacaba espuma por la boca. Fue entonces cuando pronunció aquellas desconcertantes palabras:

Et uxor tua, quondam velit.”

Efectivamente, era la misma frase que había oído en aquel avión a la vuelta de nuestra fatídica luna de miel en el país heleno.
Yo empecé a temblar. Con el miedo que tenía lo primero que se me pasó por la cabeza fue coger la escopeta de cazar del trastero y pegarle un tiro, así, sin más.
Antes de disparar ella tuvo fuerzas suficientes para arañar sobre la madera de la mesa lo siguiente:

Αργά η σύζυγός σας θέλει”

No alcancé a leerlo, pues el miedo se apoderó de mí y decidí sin más miramientos apretar el gatillo y acabar de una vez por todas con esta maldición.
Ahora estoy aquí, escribiendo en mi celda antes de cumplir la condena que me puso el juez. El abogado de oficio que me defendió, que por cierto murió a los pocos días del juicio ahogado por la espina de un lenguado en un restaurante, no consiguió que me rebajaran la pena de muerte.
Ahora que he tenido tiempo aquí en la cárcel de investigar un poco más tanto la frase que me dijo Lola como la que después me escribió, y he llegado a la conclusión de lo siguiente:

Αργά η σύζυγός σας θέλει” y “Et uxor tua, quondam velit” siginifican lo mismo en español, que es : TU DIFUNTA ESPOSA TE QUIERE”

Alejandro Aroca
1 bachillerato