dilluns, 18 de juny del 2012

¿Y POR QUÉ UN SUEÑO?

Autor: Rafael Doménech Doménech
Fecha de entrega: 20/04/2012
Asignatura: Lengua y literatura
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El bosque de Elwianar se alzaba verde y renovado tras las últimas lluvias de
otoño. Las primeras flores empezaban a asomar sus bellos y alegres colores
que, aun siendo mínimos, se hacían de notar en la ya entrada primavera. El
bosque de los Señores Elfos era el nombre que los grandes historiadores de la
Gran Torre de los Magos le dieron a esta antigua y extensa masa forestal, y no
fue mera casualidad.
Hace miles de años, tras la Guerra de los Ancestros, los elfos, protectores de la
naturaleza y de todos los seres que en ella habitan, vieron como el fuego de los
enemigos de la vida, los demonios, calcinaba las grandes extensiones de masa
forestal que poblaba gran parte del mundo. El fuego, encendido por el mismo
Sulfurón, prendía a los fresnos y a los arces, los árboles sagrados de los elfos,
como si fuesen pólvora. Los Grandes Señores Elfos sacrificaron su
inmortalidad para conservar el último lugar en el mundo donde los arces y los
fresnos sagrados no fueron consumidos por las llamas de Sulfurón. Tras la
dura victoria, los reinos aliados que lucharon para proteger la vida en el mundo,
decidieron fundar una próspera ciudad en los límites de dicho bosque para así
poder proteger y preservar los árboles que tanto amaban sus amigos los elfos.
Allí estaba yo, apunto de adentrarme en el frondoso bosque con la intención de
llegar antes del mediodía a Tárbean, donde a las siete de la tarde tenía
audiencia con Elwinir, rey de los hombres.
Era la primera vez que tomaba el camino del Viejo Puente para llegar a la
ciudad, y la estrecha senda que tenía que seguir formaba siluetas alrededor de
los grandes árboles como si fuese una serpiente que se movía entre los
leñosos troncos. Los pájaros entonaban agudas y preciosas canciones para
amenizar la travesía del pasajero y los conejos y los alces dejaban atrás su
timidez y acompañaban a todo aquel que por aquel bosque anduviera, como si
de un cuento de hadas se tratara.
El sol ya estaba en lo alto del cielo cuando logré alcanzar el extremo opuesto
del bosque, y la pequeña y serpenteante senda se convirtió en una amplia
calzada empedrada a modo de calzada romana y al final de ella pude ver los
altos muros de la ciudad de Tárbean. A medida que avanzaba, mis ojos se
abrían para poder observar mejor los inmensos muros de piedra labrada de la
ciudad. Según había oído decir, los dibujos esculpidos en la roca
representaban la historia del mundo. Me fascinaron tanto que me quede
hipnotizado viéndolos y los minutos pasaron sin que yo me diese cuenta.
Mi fascinación terminó cuando un guardia de la ciudad, de aspecto un poco
tosco, de nariz puntiaguda y pelo desaliñado me agarró del hombro y con
malas palabras me dijo que abandonase la calzada, ya que un carruaje de su
majestad el rey Elwinir estaba apunto de entrar a la ciudad. Hasta que no oí el
nombre del monarca mi cerebro no reaccionó a las advertencias del guardia,
las cuales, sin oposición alguna, cumplí. Al instante, un carruaje tirado por
cuatro caballos se acercaba a la ciudad y pude diferenciar la bandera de la
casa real en él.
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Los centinelas de la muralla, al ver el carruaje llegar, hicieron sonar las
cornetas que tenían colgando del cuello y entonaron una melodía cuyas notas
sabían de memoria. Al mismo instante en el que los centinelas hicieron sonar
las primeras notas, todo un escuadrón de soldados muy bien uniformados y
con grandes estandartes salió a las puertas de la ciudad y formó para recibir a
la hija de su majestad, la princesa Alexia, que venía de visitar a sus parientes
en el Reino de los Mares.
Mi mirada solo alcanzó ver un pequeño trozo de su rostro cuando el carruaje
pasó por delante de mis ojos, pero aún así, cómo decirlo… me pareció la mujer
más bella que nunca había visto. Desde aquel momento, mi objetivo fue llegar
lo más pronto posible al palacio real para así entrevistarme con el rey y
seguramente, poder ver mejor a la mujer que desde aquel instante abarcaría
todos mis sueños.
Crucé la puerta de la ciudad sin dificultad y tras sus muros se abría toda una
inmensa ciudad donde las casas parecían fusionarse con los miles de puestos
que los comerciantes ambulantes y locales tenían abiertos. Parece ser que ese
mismo día se celebraba en la ciudad una gran feria muy importante en la zona.
Me costaba entender cómo habría logrado el carruaje de la princesa cruzar
aquel mar de gente sudorosa y maloliente que intentaba comprar las mejores
gangas que pudiesen y a ser posible, vender lo máximo.
Intenté abrirme paso entre la multitud, pero no fue tarea fácil. Cansado de dar
empujones a derecha e izquierda, opté por adentrarme en una callejuela muy
estrecha y donde olía a orina. Me alcé la toga para que no rozase el maloliente
suelo y avancé muy rápidamente porque el deseo de ver a la princesa
debidamente corría mis entrañas.
Ya podía ver el final de la estrecha calle cuando de repente, una ventana se
abrió y una mujer de grandes proporciones lanzó un cubo de una substancia
que apestaba. No tuve más remedio que hacer uso de mi magia para proteger
a mis delicadas prendas de un ataque de putrefacción. La mujer quedó
boquiabierta al ver el resplandor que mi cayado emitía y fue tal la sorpresa que
cerró de golpe la gran ventana por la que se había asomado y el golpe fue tan
fuerte que parte de la fachada, que se encontraba en precarias condiciones se
vino abajo sobre mí. Otra vez, sin más remedio, tuve que hacer uso de mi
magia, pero esta vez, harto de tantos obstáculos que me había encontrado y
ansioso por llevar a cabo mi deseo, me teletrasnporté a la Gran Torre de los
Magos, que se encontraba en la Plaza Mayor, enfrente mismo del palacio real
Mi aparición cogió por sorpresa a los estudiantes de primer grado de magia, los
cuales, solo hacía unas semanas que se habían adentrado en el fascinante y
provechoso mundo de la magia. Pero esta no fue la única reacción que mi
aparición produjo. Al maestro Kaelonel no le fascino nada mi llegada.
-Buenas tardes señores, siento mi repentina visita -dije con tono
burlesco al ver las caras de los jóvenes aprendices.
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-Maestro Magníficum, qué sorpresa más grata, ¿pero vuestra merced no
sabe que el uso de la magia para los teletransportes está reservada para
situaciones de extrema necesidad? –dijo el viejo maestro de magia de primer
grado.
-Siempre tan amistoso como viejo, amigo, los años parece que no le han
sentado muy bien –la sonrisa se me asomaba entre los labios, y en tono
chistoso le dije- ¡En vez de reñirme ven y saluda a tu más célebre aprendiz que
hace casi diez años que nos separamos!
Los aprendices empezaron a reírse a carcajadas cuando vieron que un recién
llegado del que nada sabían había hecho bromas a su profesor más
protocolario. Kaelonel lanzó una mirada asesina hacia sus aprendices y estos
cesaron sus risas al instante.
- No sé qué te habrá traído a esta nuestra escuela de magia, pero
espero que me lo cuentes por la amistad que entre nosotros hay –añadió el
viejo con curiosidad.
Kaelonel tenía ciento dos años de edad y era el menor de sus hermanos.
Vestía unas sandalias fabricadas con piel de dragón. Tenía unas fracciones
muy bien definidas y sobre su cuerpo, muy erguido, descansaba una toga que
le llegaba justamente hasta la altura del suelo, pero sin llegar a rozarlo, y sus
llamativos estampados denotaban que provenía de una gran estirpe elfa. De su
rostro colgaba una larga barba negra, muy bien cepillada y cuidada, recogida
con unos lazos de color morado. Los picos de sus puntiagudas orejas le
sobrepasaban la cabeza y una extensa y frondosa melena le llegaba hasta la
cintura. En su rostro, sin embargo, la edad ya empezaba a estar presente.
Algunas arrugas empezaban ya a asomarse y las expresiones de su rostro
estaban ya muy marcadas.
Kaelonel no era el profesor preferido de muchos alumnos debido a su fuerte
temperamento, no obstante, para mí es el más singular de todos. Fue mi
maestro durante el primer curso de magia y mis grandes progresos hicieron
que me ascendieran a mago de segundo grado antes de que acabase sus
lecciones. Esto no le gusto nada al pobre hombre y desde entonces me mira
con recelo. Kaelonel es un elfo de los bosques, descendiente de la Casa de
Palfalar, y como todos los elfos del bosque tiene un gran dominio sobre la
magia terrestre y blanca, nombre que recibe la magia que controla las plantas y
los árboles.
De muy buen grado le conté todo lo ocurrido y el hecho que provocó que yo
usase la magia para teletransportarme hasta la Torre, omitiendo lo de la
princesa por precaución. Le dije que el rey había concertado una visita para
hablar sobre mis grandes hazañas en el campo de batalla, pero sobre todo,
para notificarme una noticia. Le pregunté si él había oído decir algo a los otros
maestros o al Gran Maestro, pero dijo que no.
Sin más rodeos me despedí de Kaelonel y les hice una última broma a los
alumnos. Evitando ser visto por cualquier otro maestro abandoné la Torre y salí
a la Plaza Mayor. La plaza había cambiado muchísimo desde la última vez que
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la visité. Los grandes y hermosos árboles que recordaba habían desaparecido
dejando paso a las flores, flores que dibujaban en el suelo de la plaza perfectas
figuras geométricas a modo de puzzle y entre las cuales algunas fuentes que
emanaban agua fresca y cristalina se alzaban majestuosas entre el colorido
decorado.
Mientras observaba los cambios que se habían dado en la decoración de la
plaza más grande de todo el reino, el reloj de la Torre de los Magos dio las seis
y media. Apenas había comido unos trozos de pan que tenía en el zurrón
desde que salí de la posada donde había hecho noche, así que de pronto mis
tripas empezaron a rugir como leones enfurecidos. No tenía tiempo para visitar
una posada donde pudiese comer debidamente porque solo faltaba media hora
para la cita con el rey. Mi barriga demandaba comida y no dejaba a mi cerebro
pensar con claridad.
En medio de esa angustiosa sensación, vino un paje de su Majestad el rey. El
muchacho no tenía más de doce años pero su aspecto no decía lo mismo. Una
gran y espesa barba negra le ocupaba gran parte de la cara y restos de la
comida del día se alojaban en ella. Su pelo, piojoso y negro, parecía el propio
de un jabalí y su ceja le cruzaba de manera horizontal la frente. Sus ropajes
también dejaban mucho que desear, ya que ni el jubón que llevaba ni las
calzas estaban en condiciones propias de un paje de su majestad. Entonces
comprendí que se trataba de un mozo de los establos que el paje del rey envió
para hacerme saber que el rey ya estaba esperándome.
Le agradecí al mozo el recado y le dí unas monedas para que fuese a
arreglarse el pelo, dinero que perdí, ya que mientras me dirigía al palacio, por
el rabillo del ojo, vi como el mozo entraba a la taberna que estaba justo a la
entrada de la plaza.
Siguiendo el protocolo establecido, me presente ante los guardias que
custodiaban la puerta de entrada al palacio. La fachada del palacio no tenía
nada que envidiar a los labrados muros de la muralla, ya que en sus
abundantes columnas toda una serie de símbolos y siluetas estaban
esculpidos. No obstante, una vez entré en el interior, me llevé una gran
decepción.
Los tapices que hace unos años recordaba adornando las altas paredes del
recibidor habían desaparecido y junto a ellos las alfombras, los bustos, los
cuadros y las piezas de orfebrería. ¿Qué había pasado? Desconcertado
anduve en dirección al salón del trono donde el rey me estaba esperando.
Encontré la puerta de la sala abierta pero no logré ver al Elwinir. Después de
haber llamando tres veces a la puerta, según dictamina el protocolo, entré en la
sala y pude ver como el rey se encontraba en el interior observando con mirada
perdida, a través de una ventana, un hermoso patio interior donde los geranios
y las murcianas encontraron su paraíso. Lentamente, me acerqué a la ventana
y me situé al lado del rey, y en un tono muy dulce le dije:
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- Bonitos están los geranios, ¿verdad?
- Estas plantas y mi hija son lo único que me queda en esta vida –dijo
Elwinir con tono melancólico.
- Señor, no se el motivo por el cual su Majestad me ha hecho venir, pero
si tiene algo que ver con su estado de ánimo, estaré muy contento y dispuesto
en ayudarle.- añadí para ver si su mirada cambiaba.
El rey entonces volvió en sí y se disculpó ante mi por su comportamiento,
entonces, me felicitó por mis logros en el campo de batalla y cuando termino
los elogios dijo:
- Como habrás podido observar, gran parte de los objetos que hace
unos días decoraban las paredes, suelos y techos de mi palacio ya no están.
Los preciosos tapices bordados con hilo de plata y oro, los bustos de mis
antepasados, los cálices, cubiertos y platos de mi alacena… todo ha
desaparecido y ninguno de mis soldados no ha visto ni oído nada. Cuesta
imaginar que incluso me han robado la corona para las grandes celebraciones
y el cetro real. No he querido dar a conocer la noticia a nadie más porque temo
las consecuencias.
- Pero Majestad, ¡eso es imposibles! –añadí con sorpresa- ¿cómo puede
ser que en un palacio, donde hacen guardia cientos de soldados a la vez, no
hayan oído no visto nada? Me cuesta creer Majestad que algo así hubiese
podido tener lugar.
- ¿Insinúas, Magnificum, que esto no ha sido un hurto? ¿A caso las
pruebas no son evidentes?
- Pues si quiere que le diga la verdad, Majestad, me cuesta creer que le
roben en su propia casa habiendo tantos soldados de guardia.
- Dime pues Magnificum, ¿qué opinas?
- La verdad es que no lo sé a ciencia cierta. –Dije tocándome la barbilla
con la mano derecha- pero creo que solo puede ser obra de magia.
- ¿Magia?- repitió el rey sorprendido.
- Solo los poderes mágicos son capaces de hacer desaparecer todos
estos objetos en tan poco tiempo. Mire Majestad, si a usted le parece me
ofrezco voluntario para investigar el tema e intentar encontrar una solución.
- Su ofrecimiento es bien recibido y se agradece. Te has adelantado a
mis pensamientos…
Mientras el rey me dirigía la palabra, una mujer entró en la sala. Mis ojos no
pudieron evitar desviar la mirada hacia ella. Era la princesa. Llevaba un
precioso vestido de color blanco roto bordado con hilo de oro. La princesa iba
descalza y pude ver sus blancos pies, cuyo color resaltaba aún más gracias al
color del vestido. Su rostro estaba medio cubierto por un mechón de cabello
negro que le caía por la cara, pero aun así su inmensa belleza me deslumbró.
Sus mejillas, de color carmín, sus labios rojos y carnosos, su nariz, esbelta y
pequeña y sus ojos verdes. Todo ello hizo que mi pasión hacia ella aumentase
y que todo el mundo que me rodeaba quedase apartado de mi conciencia. Era
como si su cuerpo emanase luz, una luz que acabo cegándome por completo y
me dejo inconsciente…
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Cuando logré abrir los ojos, la luz aun no había desaparecido. Di vueltas sobre
la cama deseando volver al sueño del cual mi madre me había despertado.
Miré el despertador de la mesita de noche, las 7:05. Aun es pronto, pensé.
Pero en el mismo instante en el que la imagen de la bella princesa volvía a
aparecer en mi mente mi madre vino gritando:
-¡Despierta! ¡Hace quince minutos que te he despertado y aun no te has
levantado de la cama! Vamos que llegarás tarde al colegio.

Rafael Doménech