dilluns, 18 de juny del 2012

EL HOMBRE


-1-
El Hombre

(Así me lo contaron y así lo escribo)

Lo mismo que todos los días, muy temprano, el hombre se levantó y se dirigió al aseo. Cuando se vio en el espejo se dio cuenta lo que había envejecido su rostro y de todo el tiempo trascurrido y mal utilizado. Le dieron nauseas y tuvo que vomitar toda la amargura acumulada en su interior; no supo si era bilis o las mismas entrañas lo que le salía por la boca. En lugar de ir al dormitorio y vestirse con el traje que había elegido la noche anterior, se puso la ropa interior térmica usada en el último viaje por Europa, vaqueros, forro polar y las viejas botas que siempre utilizaba para salir al campo. Luego en el garaje preparó un par de cajas donde fue introduciendo en orden y con cuidado las herramientas más imprescindibles, alambre y un ovillo de cuerda. Añadió una lámpara de aceite, mechas y los cacharros de acampada que sus hijos solían utilizar en las excursiones. Al hombre cada vez le pesaba más la decisión tomada y no quiso volver y echar una última mirada en los dormitorios donde quedaban dormidos sus seres queridos. Enormes lágrimas se tragó con rabia y en silencio introdujo en el maletero de su coche las pocas propiedades elegidas. Este pensamiento le había venido muchas veces a la cabeza, incluso lo había comentando con su esposa e hijos en alguna ocasión pero éstos, no le habían prestado la más mínima atención. Le costó trabajo, pero al fin tomó la gran decisión, definitivamente intentaba escapar porque no le gustaba nada la vida que llevaba.

Siguiendo con lo planeado, se dirigió a uno de sus Centros de trabajo y entregó al celador dos sobres cerrados para que se los diera a su superior. Uno contenía la dimisión de todos sus cargos y, el otro, pedía la excedencia sin saber hasta cuando. Después visitó unos grandes almacenes e hizo unas pequeñas compras. Dejó aparcado su coche en un lugar visible cerca de su domicilio, llamó a un taxi y mientras trasladaba las dos banastas de maletero le dijo al taxista:
-Llene el depósito y prepárese para un largo viaje, yo le iré indicando el camino. Cuando dejemos el asfalto fíjese bien en los cruces porque, de lo contrario, le será muy difícil encontrar como volver a su casa.
Durante el trayecto los silencios eran enormes, cada minuto que pasaba se alejaba más de su mundo. Atrás quedaban las grandes cenas, cruceros y bonitas vacaciones. Sólo le dejaba tranquilo pensar que las cuentas de los bancos y el dinero que le daban por sus propiedades serían suficientes para que los suyos no pasaran ninguna necesidad. Cuando el conductor se interesó y le preguntó, intentando saber algo más del pasado de tan raro pasajero, el cual se parecía a una mezcla de religioso y aventurero este respondió:
- No importa quien soy y mucho menos mi nombre. Desde ahora me llamo “Hombre” y voy en busca de aquel feliz y alegre hombre que poco a poco se ha ido perdiendo.
Cuando llegaron al viejo caserón abandonado y casi derrumbado, descargó sus cajas y cogiendo todo el dinero que llevaba en los bolsillos se los entregó al chofer diciendo:

-Tome, esto es todo lo que tengo, creo será más que suficiente y a usted le hará falta, yo ya no lo voy a necesitar para nada. ¡Ah, recuerde… olvide que me ha visto!.

Mientras que el coche se iba dejando una nube de polvo, el recién llegado rompió en pequeños trozos entre dos piedras el reloj y los móviles de última generación; así no tendría ninguna tentación de comunicarse con nadie. Aquí el hombre tenía ventaja, pues habían sido muchos los años que había ido de excursión por el lugar. Sabía donde encontrar bayas, hongos, bellotas dulces, vegetales comestibles y los sitios donde acudían las diferentes especies de animales silvestres.

La tarde pasó intentando organizar y hacer un poco cómoda la habitación, pues desconocía el tiempo que iba a permanecer en él. Al lado de la chimenea colocó lo que sería su cama formada con montones de hojas y hierbas secas y en el otro lateral una puerta caída le serviría de mesa sobre la que dejó un paquete de 500 folios, un puñado de bolígrafos y algunos mecheros. Aprovechó un tablón como banco en el que se sentaría y escribiría durante las largas noches iluminado por una lámpara de aceite. Nadie entre tanta pobreza se había sentido tan rico pues el hombre tenía todo lo que deseaba y podía necesitar.
Amaneció el primer día con un sol brillante. Por la mañana cavó la tierra que había al lado del pozo y formó dos eras donde sembraría las pocas semillas de hortalizas propias de invierno que había adquirido. Allí sería fácil regarlas utilizando la paciencia y el viejo cubo de latón. Cuando a la mañana siguiente fue a ver su huerto por poco se le para el corazón. El hombre no había pensado lo que le guardaba el destino. Todo su trabajo estaba destrozado. Entonces el hombre cambió de opinión y pensó en matar al animal responsable de tanto mal. Tardó todo el día en construir una cerca aprovechando la madera de un olmo que se había caído con las fuertes lluvias y se las ingenió para que la puerta se cerrara después de entrar el cochino.

Dos noches pasaron hasta que el puerco cayó en la trampa. Cuando al salir el sol el hombre bajó a mirar su invento y se encontró con el enorme jabalí se llevó un gran susto. Se sentó sobre un palo de la valla y lo observó mientras pensaba que, aunque era otoño, el invierno se podía adelantar y conociendo los hielos y las bajas temperaturas que se alcanzaban en la zona, la pieza le podría proporcionar la carne para sobrevivir un largo tiempo; ya encontraría la forma de conservarla. Así que, machete en mano, se tiró al interior y empezó a aproximarse. El jabalí se apartó y cuando se vio acosado envistió con fuerza. El hombre voló por los aires y cayó de cara sobre la tierra; después de un tiempo se levantó y decidido atacó con la intención de hundir hasta la empuñadura su arma en el cuello de su presunto enemigo, llevándose un segundo revolcón. Así, hasta cinco veces. Cansado maldijo el momento y se retiró magullado, atontado y sin fuerzas arrastrándose ladera arriba en busca de su cobijo. Cuando entró, se sentó, bebió dos tragos de agua y escupió una mezcla de sangre y tierra. A su cabeza acudieron muchos pensamientos, pero habría de cambiar la forma de matarlo. Así que allí lo tendría varios días encerrado, sin agua ni comida, hasta que perdiera las fuerzas.
Tampoco se desesperó cuando no pudo matar un conejo a pedradas. Los frutos silvestres y setas no eran suficientes para su estómago y éste le pedía a su cerebro que ideara la forma de aportar proteínas. Entonces surgió el instinto del hombre cavernícola y echó manos de aquello que le ofrecía la naturaleza. Buscó una rama de pino un poco arqueada y flexible; uniendo sus extremos con una cuerda fabricó el arco que le proporcionaría la energía suficiente para impulsar las flechas hechas de palos finos y rectos. El hombre creó el arma perfecta y silenciosa que le dio el triunfo para callar los gritos con que habla el hambre. Tal perfección adquirió en su manejo que en un solo día llegó a no fallar un solo disparo. A partir de entonces el tiempo se empezó a contar por conejos muertos. Cada conejo equivaldría a dos días, este era el tiempo que tardaba en comérselo asado a fuego lento y troceado en cuartos.

Los encuentros con el jabalí fueron sucediendo día tras día y lo que empezó siendo una lucha por sobrevivir poco a poco fue cambiando y se convirtió en una diversión. Hombre y animal acabaron siendo amigos y a diario comprobaban sus fuerzas y se entrenaban en un juego que les ayudaba a mantener la masa muscular. Ya no era necesario cerrar la puerta porque el cerdo entraba y salía cuando quería convirtiéndose en un verdadero compañero más que en animal de compañía. El hombre lentamente se deshumanizó y no quiso tener ningún contacto con el mundo exterior evitando los encuentros con la gente que a veces paseaba por los alrededores.

El hombre nunca tuvo miedo. Entre hondos pensamientos y reflexiones profundas el hombre se había encontrado. En todo este tiempo fue escribiendo en papel aquellos ideales no conseguidos y sueños inalcanzables. La soledad le había enseñado a saber escuchar, la pobreza a apreciar la posesión mas insignificante y entender la felicidad con los pequeños logros y a guardar un poco ante la inseguridad del futuro. Sobre la vieja mesa quedaron ordenados el montón de folios escritos a mano, llenos de hondos sentimientos y numerados a doble cara del 1 al 958. El primer folio con letra gruesa contenía un título rotulado en mayúsculas y subrayado “Vuelta a la Vida” y en el último con trazos muy fuertes el vocablo “Fin”.

Entonces el Hombre creyó que lo tenía todo hecho y quiso enfrentarse a su último reto, eligió la noche más fría de aquel largo invierno y envuelto en la más profunda de las soledades, desnudo y en posición fetal se recostó sobre un arbusto dejando que, poco a poco, se enfriaran sus venas con la intención que lentamente el hielo penetrara en su corazón.
Como era de esperar, la noche fue dura no teniendo compasión y no pasó mucho tiempo hasta que aquel cuerpo desnudo y abandonado a su destino comenzara a sentir los efectos del frío. El hombre realmente se equivocaba entregándose a un fin tan duro; no era necesario tentar a la muerte cuando aún era joven. El hombre no pensó que es mucho mejor sentirse viejo que morir joven y solo. En su situación pensaba que aunque la vida siempre es buena, a él no le había sido del todo justa; una vez más se equivocaba. Pequeños grumos de escarcha habían caído en el suelo formando un tapiz blanco estrellado lo que a la poca luz de la
luna formaba una imagen que iba penetrando en la retina del hombre mientras los latidos cardiacos se pausaban produciendo una lentitud en aquel corazón que luchaba por no detenerse.
Cuando el hombre no pudo soportar un instante más, el peso de sus párpados, al cerrar los ojos, escuchó el ruido de unas pisadas como se aproximaban, luego un leve empujón intentó despertarlo, empujón que se repitió y en que se podía palpar el amor agradecido de un grueso cuerpo que fue capaz de colocarse suavemente encima de él transmitiéndole parte de su calor. El roce con una piel áspera, con gruesos y abundantes pelos le hizo estremecerse dentro del embobamiento y extender sus brazos agarrando con cariño al compañero de los últimos meses. En esa posición transcurrió el tiempo necesario hasta que el animal sintió como el hombre reaccionaba, entonces con todo el cuidado que puede poner un ser salvaje, ayudándose de su hocico lo colocó atravesado encima del lomo, después caminó muy despacio para no perder su carga hasta introducirlo en su sencilla cama, ahora mas cómoda al encontrarse parcialmente cubierta con pieles de conejo y próxima a las pocas brasas que aún relucían entre la ceniza de la chimenea. Allí quedo tendido el cuerpo frio y, a su lado, muy cercano, el costado del jabalí dándole calor.

El hombre bostezó y se desperezó justo cuando los primeros rayos de sol entraban por las rendijas de la vieja pared. Tendido en su primitiva cama pensó que había transcurrido mucho tiempo, una eternidad, pero sólo habían sido como unas cuantas horas las permanecidas atontado por el intenso frío, fenómeno que no había conseguido matarlo sino hacerlo mucho más fuerte. Sintió inmensa alegría y paz porque en sí era un hombre libre. De su corazón brotaba tanta libertad que tuvo el valor de escucharlo y se juró demostrar a todo el mundo que no era un hombre tan duro. Sentándose sobre el banco y apoyando ambos puños sobre sus sienes surgieron las primeras reflexiones. Se dio cuenta que su misión en la vida no era cambiar el mundo y si quería conseguir la felicidad, habría de hacer las cosas sin ninguna obligación. Se había enseñando a no soñar la vida y comprendió que había vivido su gran sueño.
Se levantó y caminó unos pasos, aquellos que pudo dar en la pequeña habitación. Sus piernas estaban frías y el hambre empezó a manifestarse con los retorcijones que puede reproducir un estómago después de haber sido sometido a un ayuno. Cogió el arco en una mano, en la otra unas flechas y salió en busca del alimento que callaría el movimiento continuo de sus tripas; de cerca le seguía el cochino que echó a correr desapareciendo por una pequeña loma. Muy próximo, en la cima de una encina estaba un gavilán que miraba los movimientos que se producían a su alrededor. El hombre tensó la cuerda de su arco y por instante apuntó a la ave mientras se hacía las cuentas que así solucionaba dos problemas: carne para ese día y eliminaría un competidor a la hora de encontrar comida; pero no se cegó en su objetivo, bajó su arma y la preciosa ave le miró levantando el vuelo.

Debía ser sábado porque no muy lejos se escuchaba la voz de excursionista y deportistas que recorrían los caminos en bici de montaña. El hombre corría intentando esconderse entre los arbustos cuando de pronto se tropezó con uno de sus amigos.
- ¿Eres…? ¿Eres tú…? ¿Eres…eres…?. Dime…
A lo que el hombre respondió:
-Sí, hasta ahora solo he sido “El Hombre”. Hoy vosotros recuperáis al amigo desaparecido.
Se acercó y lo abrazó. Tenía la cabellera enredada y junto a una barba blanca se escondía el rostro que a golpe de hielo y sol se había endurecido a través del tiempo. Su mirada penetrante parecía misteriosa y sus ojos encendidos trasmitían paz y serenidad, sentimientos que quiso contagiar al resto del grupo conforme fueron llegando.

A la hora de partir metió en un saco algunas de sus pocas pertenencias y el taco de folios que había escrito. Luego se desplazó hasta una pequeña loma silbando para atraer al cochino y poder despedirse. Pero no dio resultado, posiblemente el animal olía a humano por lo que no era bueno arriesgar la vida. No insistió, bajó la cabeza y caminó despacio subiéndose al automóvil y tras cerrar de un portazo dijo:
-¡Marchémonos ya!... Si me dais más tiempo puedo pensar, cambiar de decisión y seguir aquí con mi paz y mi libertad. Vosotros habéis tenido la ocasión de ver una parte muy pequeña de lo que ha sido la gran etapa vivida en pleno contacto con la naturaleza. .

El reencontrado hombre volvió a su hogar pero nadie supo lo que lloró cuando se encontró con su familia. Volvió a su trabajo y se enfrentó a diario con los continuos problemas, cierto es que la experiencia vivida le había transformado. Pensaba más las cosas, toleraba los fallos de sus hijos y era incapaz de desperdiciar el tiempo; cada décima de segundo lo saboreaba e intentaba sacar el máximo provecho sin olvidar ofrecer la buena cara ante las difíciles situaciones. Nadie pudo decir jamás que su actitud o sus decisiones fueran malas, pero al hombre le faltaba algo. A menudo sus pensamientos le devolvían a su deseado mundo mientras le invadían unas ganas inmensas de encontrarse con su inolvidable amigo: el jabalí que odió hasta desear con todas las ganas su muerte y que luego amó sin límites. Por ello cuando Antonio le dijo que esa misma tarde iban al ansiado destino le temblaron las piernas y no pudo dormir durante toda la noche.

De buena mañana se levantaron, desayunaron tranquilamente y se prepararon para salir al monte. La intención era buscar setas de cardo al mismo tiempo que daban un gran paseo y disfrutaban de todo lo que les podía ofrecer el campo en esas fechas.

Al llegar a un gran claro del monte donde solo crecían pequeños arbustos y espliego, se fueron deteniendo para reagruparse y poder seguir la marcha. Enfrente, a un centenar de metros, y en interior de un chaparro se escuchó el movimiento de un animal que lentamente asomó su morro e inició un galope en dirección al grupo. Algunos se pusieron a correr.
-¡No!, ¡no!, ¡no os asustéis, es mi… es mi amigo…! – y lanzando la bolsa de setas corrió con los brazos abiertos al encuentro del que en un tiempo fuera su compañero y salvador. Se tropezaron; el hombre agarrado al cuello del cochino besó su frente muchas veces hasta caer al suelo revolcándose los dos en medio de una nube de polvo al mismo tiempo que chillaban. Por un momento, entre el grupo, hubo confusión, luego los ojos se hicieron brillantes empañándose de lágrimas mientras el aire olía a romero y lavanda.

Déborah Azor Sánchez